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SAGAS. Memorias de un niño peronista / 23. Ventajas de la desperonización

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Sorpresivamente, el boxeador Archie Moore reapareció en Buenos Aires. Esta vez, no acogido por Perón sino por el nuevo presidente bueno, lo que tenía muy impresionado a mi tío Rodolfo.

–Pero este negro no le hace asco a nada… –decía, masticando trabajosamente el asado que ese domingo el tío Polo había hecho en la terraza, rodeado de grandes conejos blancos de ojos rojos. A diferencia de ellos, Polo tenía un ojo de apariencia normal y el otro en compota.

El día anterior, en la cancha de Nueva Chicago, se esperaba un partido bravo, tanto en el campo de juego como, muy especialmente, en las tribunas y, con posterioridad al encuentro, fuera cual fuese el resultado, en las calles adyacentes.

En la primera rueda, en cancha de Argentinos, faltando 18 minutos para el final, en momentos en que Chicago ganaba 2 a 1, el partido fue suspendido por incidentes entre las hinchadas. Reanudado cuatro días después, Argentinos consiguió empatar y seguir encabezando la tabla junto con Unión. Los hinchas de Nueva Chicago estaban con la sangre en el ojo, convencidos de que les habían robado los puntos.

La hinchada de Argentinos no abrigaba menos inquietudes y sospechas: el año anterior, el club había hecho una campaña tan buena o aun mejor que la de este año… Pero promediando el campeonato el infortunio pareció abatirse sobre la Paternal. Derrotas imposibles, penales mal cobrados y no cobrados, offsides adversarios que el lineman no veía, inexistentes offsides propios, expulsiones injustificadas, en fin, un auténtico complot internacional tramado para impedir que Argentinos ascendiera a primera.

Como no podía ser de otra manera, la conjura dio sus frutos. Las goleadas a Quilmes, Defensores de Belgrano y Sarmiento de Junín no fueron suficientes para alcanzar a Estudiantes de La Plata, que un par de años atrás había sido intervenido a raíz de una denuncia de la CGT. Rebautizado Estudiantes de Eva Perón, descendió a la B el año 53 tras una prolongada huelga de jugadores, y durante 1954 fue sindicado como el caballo del comisario por la afición de Paternal, belicosamente atenta a que no volviera a escapársele ahora de las manos un nuevo campeonato.

El ambiente era de bronca, comentó el tío Polo, a su regreso de la cancha de Chicago. Con un trozo de bife sobre el ojo izquierdo tenía el aire temible de Giro Batol, Tremal–Naik o alguno de los otros piratas amigos de Sandokan.

La policía, que todo lo sabe o cree saberlo, preparada para la trifulca, reforzó la dotación de la seccional local con un par de escuadrones de la Guardia de Infantería y parecía haber destinado al barrio de Mataderos a la totalidad del cuerpo de Policía Montada. Sin embargo, todo fue bien y las hinchadas se veían conformes con el empate en un tanto, hasta que al minuto 35 del segundo tiempo, sin que mediara razón aparente y sin decir agua va, la hinchada de Chicago se lanzó a cantar la marcha peronista.

Mi viejo y mi tío Polo iban a la cancha juntos, aunque miraban el partido desde ubicaciones separadas. Debido al vértigo que empezó a sufrir desde el día en que, como miembro de la comisión directiva, revisaba la tribuna nueva con el ingeniero que había dirigido la construcción, mi viejo miraba los partidos a ras del piso, parado junto al alambrado.

En aquella oportunidad, cuando estaban en lo alto de la tribuna, el ingeniero no había tenido mejor ocurrencia que dar un par de saltos sobre el tablón.

–¡Vea, vea el movimiento que tiene! –exclamó, alborozado.

Mi viejo vio, y así como vio, así quedó paralizado, tieso como una estatua de mármol, hasta que se sentó. Minutos después, rojo de vergüenza, empezó a bajar, siempre sentado. Recién al llegar al tercer o cuarto escalón, a unos 80 o 90 centímetros del planeta Tierra, consiguió ponerse de pie.

Las diferentes ubicaciones de mi viejo y mi tío facilitaron sus respectivos desplazamientos. Ambos reaccionaron antes que la policía. No bien se escucharon las tres primeras palabras de la marcha, mi viejo fue rumbeando hacia la salida, convencido de que la bronca sería mayor a la prevista, mientras en la tribuna visitante, con un grupo de hinchas de Argentinos que también cantaban la marcha de los partidarios del Tirano Prófugo, mi tío se abría paso para unirse a la barra de Nueva Chicago, forcejeando con otros hinchas que, yendo en dirección contraria, pretendían escapar de lo inevitable.

Cuando la policía, preparada para mediar –siempre a su original manera– entre las hinchadas, pudo salir del estupor, cargó contra la parcialidad local, generándose una trifulca de proporciones en la que los hinchas de Argentinos no consiguieron intervenir. Una verja de hierro y un cordón policial les impedían el paso.

Impotentes, mi tío y el grupo de hinchas de Paternal, vieron cómo la batalla se desplazaba lentamente escalones abajo. Aun ofreciendo la heroica resistencia con que hubieran enfrentado a la parcialidad riverplatense, los locales retrocedían ante la superioridad numérica y logística de las fuerzas de la ley, el orden y, últimamente, la libertad y la democracia.

El escuadrón policial rompió la formación de los hinchas de Chicago, que corrieron desordenadamente hacia la salida, donde los esperaba la Montada y un nuevo escuadrón de la Guardia de Infantería. Ese fue el momento en que el grupo de policías que había puesto en fuga a la parcialidad local se volvió contra los hinchas de Argentinos que, aferrados a la reja divisoria, seguían cantando la marcha peronista. Gracias a la reja, mi tío y sus amigos de Paternal se libraron de caer presos, pero no de recibir unos cuantos bastonazos policiales.

El mayor Bernardo Alberte, detenido por la Policía Federal.

A la salida del estadio, también ellos fueron perseguidos por la Montada, dispuesta a no hacer discriminaciones. Curiosamente, encontraron refugio en casa de los vecinos del barrio Los Perales, unánimemente fanáticos de Nueva Chicago y, en consecuencia, enemigos jurados de Argentinos Juniors. Pero eran también unánimemente fanáticos del Tirano Prófugo.

Esa era la historia del ojo morado que el tío Polo contó, con la gracia y la jovialidad que había perdido en los últimos tiempos. Se lo veía contento y, de algún extraño modo, satisfecho. Mi vieja y mi tía acompañaron su relato con risitas nerviosas y exagerados gestos de alarma, mientras mi viejo, en silencio, cortaba unas fetas de longaniza con un enorme y filoso cuchillo. También tenía motivos para sentirse satisfecho: se había salvado por un pelo de caer preso por peronista.

Yo tomaba notas tratando de no perder detalle de todo cuanto pudiera interesarle al General.

–¿Qué hacés, nene? –preguntó mi tía.

–Cuentas –dije. Y cerré rápidamente la libretita.

–Si seguís así, se te va a quemar la vista.

Mi tío Rodolfo se acomodó la dentadura con el índice y el pulgar de su mano derecha.

–Qué lo parió –comentó, sin que quedara claro si se refería al diagnóstico oftalmológico de mi tía, al relato de Polo o a la notable versatilidad sexual del campeón mundial de los semipesados.

Al igual que Prebis, el economista que llegó con la receta para acabar con la inflación, Archie Moore había sido traído por el nuevo presidente bueno para hablar mal de Perón, del peronismo y de los peronistas. Por lo que le había podido entender al doctor Rofo, se trataba de proceder a la “desperonización” total del país.

–La caída del régimen de corrupción y despotismo –había dicho el doctor– que padeció la República durante los últimos doce años señala un acontecimiento histórico de más trascendencia que el derrocamiento de la tiranía rosista.

–¡Sí señor! –aprobó el Pelado, que no tenía la menor idea de que alguna vez hubiera existido nada llamado “tiranía rosista”.

–Como entonces –prosiguió el doctor–, el país reclama el concurso de todos sus hijos para la realización de la tarea de pacificación y de recuperación moral e institucional.

Miguel se desvivía por intervenir. Finalmente, no pudo contenerse más.

–Nadie puede sustraerse a ese deber sin conspirar contra la República. ¡Vamos a hacer la Revolución Libertadora desde el gobierno, con el gobierno, sin el gobierno o contra el gobierno si es necesario!

–Muy bien dicho, Miguel –el doctor aparecía magnánimo en el triunfo–. Ese propósito de pacificación no sólo no excluye sino que lleva también implícito el deber de castigar a todos los delincuentes del régimen más falaz y corrompido de que haya memoria en la argentina.

Almirante Issac Francisco Rojas y general Pedro Eugenio aramburu, los rostros de La Fusiladora.

–La revolución terminó con un régimen totalitario ominoso y el país se encuentra actualmente gobernado por hombres probos que hacen del patriotismo, de la verdad y de la dignidad su bandera de lucha.

El doctor había recuperado el aire y no iba a permitir que Miguel lo superara en las artes de la oratoria. Para algo había estudiado la carrera de Derecho, mientras Miguel apenas si leía La Vanguardia y asistía a alguna que otra conferencia de Américo Ghioldi.

–Todos los hombres de bien de la República deben contribuir a que se consolide esta restauración de nuestra patria. No habrá ninguno que pueda pensar que estamos viviendo momentos de incertidumbre. El porvenir está despejado y la República Argentina volverá ser la patria gloriosa para todos los hombres del mundo que quieran contribuir a su grandeza y a su prosperidad. He dicho.

El Pelado y Carlitos y Alberto Culacciati aplaudieron con entusiasmo.

–Y como no les alcanza con los diarios y el noticiero de los cines, ahora se trajeron al negro –dijo el Mudo, como si tal cosa–, para que cuente cualquier bolazo contra el que te dije.

–Qué lo parió –se asombró mi tío Rodolfo. Hasta para él había fenómenos difíciles de creer. Y en efecto, parecía increíble que el viejo admirador de Perón hubiera llegado a Buenos Aires para hablar mal de su antiguo amiguete.

¿Acaso ahora se había puesto de novio con el tal Prebis?, me dije, pensando que habían llegado juntos.

Para mi decepción pronto descubrí que no había sido así. Prebis había venido por un lado y el campeón por el otro. Uno era un hombre serio, que venía a acabar con la irresponsabilidad, el despilfarro y la demagogia del régimen peronista, cuando cualquier pelagatos se creía con derecho a tener aguinaldo, vacaciones pagas y una moto Puma, mientras que otra cosa muy diferente era esa versión en color negro y tamaño gigante de José María Gatica, que se paseaba por la Avenida de Mayo ataviado con una soberbia galera, corbata de lazo y un bastón con empuñadura de oro.

Todas las tardes, después de reunirse con algún funcionario del gobierno libertador y democrático, hablar mal de Perón con los periodistas o posar para las cámaras de Sucesos Argentinos, el campeón había adoptado la costumbre de tomar un café en el Tortoni. Y mientras estaba ahí sentado, firmando autógrafos y saludando a mozos y admiradores, siempre se dirigía al baño. Y cada vez que lo hacía, dejaba el bastón con empuñadura de oro colgando de la mesa. Eso sí, con un cartel de advertencia: “El que se anime a tocar mi bastón, deberá vérsela con el campeón mundial de los semipesados”.

Nunca imaginó que los amigos de mi tío Polo le robarían su preciado bastón. Cuando lo hicieron, también dejaron un cartelito: “Ahora anda a reclamárselo al campeón mundial de los cien metros llanos”.

Sí, mi tío tenía buenas razones para estar de buen humor esa semana en la que, como si todo fuera poco, por primera vez la campaña de recuperación moral de los argentinos le provocaría una alegría. El Tribunal de Disciplina de la AFA decidió tomar una medida ejemplar que aleccionara a los alborotadores peronistas del barrio de Mataderos y tras menos de cinco minutos de deliberaciones decidió, por unanimidad y en estricta injusticia, darle a Argentinos los puntos en juego.

–Así, la desperonización valía la pena –exclamó Polo, llevando a la mesa los chorizos y la morcilla.

 

 


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