POR JUAN SALINAS / MIRADAS AL SUR

El suboficial mayor escribiente de la Policía Federal Miguel Ángel Rovira, uno de los jefes operativos de la Alianza Anticomunista Argentina (AAA) –que al asesinar a unas mil personas antes del golpe militar de marzo de 1976 dio comienzo al exterminio que la dictadura llevaría al paroxismo– parece haber muerto el pasado viernes 23 de julio.
Miradas al Sur corroboró entre el vecindario de la calle Pasco al mil, en el barrio de San Cristóbal, que su mujer –de la que se encontraba separado– dijo haberlo encontrado muerto, al parecer a causa de una rotura de la arteria aorta, a media mañana de ese día. Y que todo indica que sus restos fueron retirados por la tarde del único chalet de la cuadra, que lleva el número 1032.
El deceso del sicario recién fue anunciado el martes pasado por un vocero del juzgado cuyo titular es Norberto Oyarbide –quien instruye “la causa Triple A”, la más antigua causa penal abierta en la justicia argentina. Dicha fuente consignó que el occiso tenía “más de 80 años” (tenía 70 o poco más, ya que ingresó a la policía en 1959 como conscripto) y en cambio olvidó puntualizar que seguía cumpliendo supuesta prisión preventiva rigurosa en su domicilio, donde fue dos veces escrachado por una asociación de vecinos del barrio de San Cristóbal que repetidamente denunció que salía de allí a piaccere.
Rovira es el cuarto y último jefe de las “Tres A” que muere en teórica prisión luego del subcomisario Rodolfo Eduardo Almirón, el comisario Juan Ramón Morales y el ítalo-argentino Felipe Romeo… si es que era el suyo el cadáver que permaneció más de un año en las cámaras frigoríficas del Hospital Fernández, donde sus familiares lo ingresaron en coma, supuestamente después de haberlo traído clandestinamente desde Brasil, dónde estaba prófugo.
Era Rovira uno de los cuatro jefes operativos de la Triple A identificados en diciembre de 1974 por el escritor Rodolfo Walsh, por entonces parte del servicio de informaciones montonero. Bajo la conducción del ministro de Bienestar Social y secretario privado de la presidenta María Estela Martínez de Perón, José López Rega, los jefes operativos de las escuadras asesinas eran Morales –jefe de seguridad del MBS–, Almirón –jefe de la custodia presidencial– Rovira y el jefe de la Policía Federal, comisario general Alberto Villar.
Walsh, que dirigía una célula de militantes montoneros que eran a la vez policías federales, consideraba ya por entonces que Rovira había participado en los asesinatos del diputado nacional Rodolfo Ortega Peña, el sacerdote Carlos Mujica, el profesor Silvio Frondizi y el ex jefe de la policía bonaerense Julio Troxler.
Aunque compañeros de Walsh dejaron sobres con su detallado informe sobre los jefes de la Triple A –incluyendo fotos donde se veía a Morales, Almirón y Rovira junto a López Rega e Isabel Perón– y otros treinta miembros de la Triple A en las redacciones de los diarios, ninguno se atrevió a publicar una palabra.
Cuando a mediados de 1975 el abogado Miguel Ángel Radrizani Goñi presentó la denuncia que originó la apertura de la causa, Rovira figuró entre los presuntos organizadores de las escuadras de sicarios. Su relación con Morales y Almirón venía de lejos: desde comienzos 1962, cuando en la Brigada de Vigilancia de la División Robos y Hurtos formateada por el mítico comisario Evaristo Meneses participó de los asesinatos en serie llevados por aquellos contra delincuentes con los que habían estado asociados, particularmente los miembros de la banda de Miguel Ángel “El Loco” Prieto.
La PFA siempre ayudó a Rovira a disimular su especialización como killer, de la que sin embargo quedaron vestigios en las crónicas policiales. Por ejemplo, de que mató a dos varones el 26 de agosto de 1965 adentro del hotel de la calle Mansilla 2462.
Poco después de Radrizzani Goñi, el subteniente retirado Horacio Salvador Paino, aportó más y muy valiosa información, hasta el punto de que la Cámara de Diputados formó una comisión investigadora. Tras declarar que él mismo había sido, como alto empleado del MBS, uno de los organizadores de la Triple A por encargo del ministro López Rega y de su jefe de prensa (y futuro yerno), el periodista Jorge Conti, Paino dijo que había caído en desgracia con ellos cuando se negó a ordenar el asesinato de Ortega Peña, quien en el pasado había sido su abogado defensor.
También identificó a Rovira como el jefe de la “escuadra B” de las ocho que conformaban el núcleo original de la organización, aportó una foto en la que él y Rovira aparecían abrazados y sonriendo y agregó que ya entonces Rovira se jactaba de haber hecho “27 boletas” y acostumbraba ponerse encima cuantas cruces svásticas y adornos nazis encontraba.
Suárez Mason, jefe en las sombras
Gustavo Caraballo, secretario técnico de la tercera presidencia de Juan Perón, recuerda a Rovira como uno de los jefes de la Triple A y destaca la vinculación de ésta tanto con altos oficiales del Ejército como de la policía bonaerense. Caraballo asegura que las Tres A estaban directamente conectadas con el general Carlos Guillermo Suárez Mason, quien luego del golpe de marzo de 1976 sería jefe del poderoso Primer Cuerpo de Ejército. Algo presumible si se tiene en cuenta que, al igual que López Rega, Suárez Mason era miembro de la Logia Propaganda-Due dirigida por el italiano Licio Gelli– y que uno de los principales colaboradores de Villar en la Triple A era un cuñado de Suárez Mason, el oficial de la PFA Alejandro Alais, a su vez hermano del teniente coronel Ernesto Alais, quién llegaría a general y a jefe del Segundo Cuerpo de Ejército en democracia, y que está ahora procesado como autor de crímenes de lesa humanidad en el marco del Plan Cóndor.
“Después del golpe de marzo de 1976 me secuestraron y me preguntaron bajo tormento cómo entraba al despacho de Perón y contesté que por la entrada de los edecanes, pero mis interrogadores me dijeron que mentía pues también entraba a veces por una segunda puerta, cercana al despacho de López Rega. Ahí estaban apostados Almirón y Rovira, dato que sólo ellos podían conocer”, recordó Caraballo.
Coincidentemente, el Ejército hizo desaparecer el dossier que había hecho sobre la Triple A. Y el jefe de la PBA durante la dictadura, el general Ramón “Chicho” Camps tuvo como secretario privado a un conspicuo miembro de la Triple A, Beto Cozzani.
Un ex custodio del presidente Perón –a las órdenes del suboficial mayor Juan Esquer, todos los custodios eran suboficiales retirados del Ejército– el salteño Sebastián Castro (75) dijo que los custodios de López Rega, y especialmente Almirón y Rovira eran “tipos capaces de cualquier barbaridad. Decían: ‘Hoy tenemos un trabajito y al otro día, seguro, aparecía algún cadáver por ahí”.
Por su parte, el teniente coronel Felipe Sosa Molina, jefe del Regimiento de Granaderos encargado de la custodia de los presidentes, también destacó el poco disimulo de Almirón y Rovira por disfrazar sus incursiones nocturnas, tras las cuales invariablemente aparecían cadáveres acribillados. Y el ex edecán de Isabel Perón, el capitán de navío Aurelio “Zaza” Martínez –un íntimo del almirante Massera– , tras describir a Rovira como “un grandote que usaba una cadena de oro para prender su llavero, que le llegaba hasta la rodilla”, recordó que un día llegó a Olivos vistiendo un soberbio sobretodo de piel de camello, y que ante su comentario admirativo dijo que se lo había sacado a un hombre que había matado, enseñándole el zurcido que cerraba el orificio de bala.
Rovira fue uno de los miembros de la custodia de López Rega que a mediados de 1975 lo acompañaron en su exilio madrileño, pero poco después regresó a la Argentina. A diferencia de Morales y Almirón, que habían sido expulsados de la policía por ladrones y asesinos a comienzos de los ‘70, Rovira permaneció en actividad hasta 1981. Y en 1997, probablemente presentado por el teniente primero retirado José Ismael De Mattei, fue contratado como jefe de seguridad de los Subterráneos de Buenos Aires, concesionados por Metrovías, del Grupo Roggio. Allí Rovira dependía del gerente Horacio Velazco, con quien según una denuncia hecha ante la justicia solía recorrer los andenes apuntando y “marcando” a los trabajadores díscolos con una pistola dorada que emitía un rayo laser rojo, a la par que se jactaba de conservar la ametralladora Thompson con la que decía haber matado al padre Mujica. Todo esto además de “pincharles” los teléfonos a los delegados e intimidar a sus esposas.
La Policía Federal nunca le soltó la mano, y durante los escraches que sufrió, su casa estuvo protegida por vallas y un impresionante despliegue de efectivos de la Brigada de Infantería.
Ante la renuencia del juez Oyarbide de ampliar la investigación a los muchos ex policías, militares y civiles (como Conti y Julio Yessi) acusados de haber integrado la Triple A, la causa está, sin ningún detenido, en nocáut técnico.
Muchos estarán festejándolo.