DICTADURA Y LITERATURA. Para Caparrós todo es historia

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La mirada de Martín Caparrós sobre la relación entre la dictadura atroz y la literatura que produjo/provocó. Me extrañó que en su ranking particular (Respiración artificial, de Piglia; Los Pichiciegos, de Fogwill y el Nunca más de la Conadep) no figure ninguna de las que son para mi las tres novelas que mejor describen y contienen la dictadura: De dioses, hombrecitos y policías, de  Humberto Constantini (que comienza con una descripción naïf de la represión anterior al golpe de estado); Cuarteles de invierno, de Osvaldo Soriano y, sobre todo, Cuerpo a cuerpo, de David Viñas… sin contar un clásico de no ficción como Recuerdo de la muerte, de Miguel Bonasso. Por lo demás, el propio Caparrós tiene su “novela de la dictadura”. No velas a tus muertos, dedicada a su compañero de colegio y de militancia Isaac Benjamín Dricas, si mal no recuerdo la primera que escribió y la segunda que publicó, y un combatiente montonero ya fallecido, Eduardo Astiz, escribió una novela electrizante sobre las “contraofensivas”: Lo que mata de las balas es la velocidad.

Por lo demás, se me hace que la dictadura será en Argentina de aquí en más algo parecido a lo que es la guerra civil (1936-1939) y la posguerra para España. Historia sí, pero también soporte o pretexto para la literatura. En fin, que no creo que el Fuimos soldados, Marcelo Larraquy haya sido un canto de cisne.

Puede reprochárseme arbitrariedad, pero seguramente menos que a Caparrós, que sitúa a Alberto Laiseca entre los escritores jóvenes.

Los dejo con Caparrós:

De los desaparecidos a los naufraguitos

Tras 40 años, la dictadura argentina es ya un capítulo de su literatura. Los escritores más jóvenes se sobreponen a la obligación de hacerse cargo de una memoria aún presente

 

MARTÍN CAPARRÓS / BABELIA

lospichiciegos_fogwillEn un país tanguero, melancólico, es probable que nada produzca más nostalgia que esos años sesenta, el gran momento de la cultura argentina o el gran mito. Eran tiempos en que Borges y Bioy aún escribían, Cortázar publicaba Rayuela, García Márquez no encontraba otro lugar donde lanzar Cien años, Lezama Lima y Marcuse encabezaban listas de best sellers, Walsh y Martínez reformulaban el periodismo, Saer y Piglia se afilaban los dientes, Bergman y Antonioni llenaban los cines, Nebbia y Spinetta inventaban el rock en castellano, la universidad era un vivero incontenible y plásticos y arquitectos y sociólogos y psicoanalistas se sentían en el sitio donde querían estar.

Pero esa efervescencia cultural no parecía completa sin un correlato político: la militancia de los años setenta fue su consecuencia. Y el golpe de los militares contra ella, el precio —tan abusivo— que la Argentina pagó por esa fiesta.

Fue hace 40 años, parece, y no parece que fue ayer. Entonces, hace 40 años, hubo una dictadura y fue eficaz: cambió la Argentina como ningún Gobierno en todo el siglo XX. Y, como toda dictadura, siguió dictando sus palabras a la cultura de su país cuando ya había acabado.

Todavía: esa dictadura cristalizó una imagen de la Argentina. Gracias a esa dictadura la Argentina aportó uno de sus pocos vocablos al léxico global: desa­parecidos se dice en castellano en muchas lenguas. Para el saber del mundo la Argentina se volvió la tierra del secuestro-tortura-asesinato —y Maradona—. En estos años su cine, por ejemplo, ganó dos oscars en Hollywood: tanto La historia oficial como El secreto de sus ojos trataban de muertos y desaparecidos durante aquella dictadura.

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Pero el efecto, por supuesto, no fue sólo externo. La obligación del recuerdo se impuso en nuestra sociedad: la idea insistente de que no tener presente esos horrores nos condenaba a repetirlos en el futuro. Tanto que la palabra memoria, tan múltiple, tan rica, pasó a tener, en argentino básico, un sentido excluyente: “Recuerdo de las atrocidades cometidas por los militares durante la dictadura de 1976”. Desde entonces, el gran debate, explícito o implícito, de la literatura argentina fue si había que hablar o no de todo aquello, cómo, cuánto.

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El primer gran libro sobre la dictadura no incluía la palabra dictadura ni habría podido, porque salió durante: en 1980 Ricardo Piglia publicó Respiración artificial, una novela que intentaba repensar sotto voce ese país que empezaba a ser otro. El tercer gran libro se publicó en 1984 y se llamaba Nunca más, la reconstrucción que pudo hacer la Comisión sobre la Desaparición de Personas, un comité de notables convocado por el primer Gobierno democrático —de Raúl Alfonsín—, de los peores crímenes de los militares. El segundo ya estaba publicado —un año antes—, pero nadie lo notó: en esos tiempos de principios y solemnidades, no muchos estaban preparados para leer la gran farsa de Los Pichiciegos, de Rodolfo Fogwill.

Esos primeros años de democracia fueron ricos en debates y redescubrimientos: volvían a circular los textos de las grandes víctimas —Walsh, sobre todo, pero también Conti, Urondo, Oesterheld—, volvían los escritores que se habían exiliado —Di Benedetto, Soriano, Tomás Eloy Martínez— y la reintegración con los que se habían quedado incluía discusiones y reproches mutuos. Otros —Cortázar, Gelman, Moyano, Saer, Cohen— no volvían: desconfiaban o se habían acostumbrado a sus nuevos lugares.

Resistía la idea setentista de que la novela podía cambiar el mundo: lo que alguien llamó, en esos días, la literatura Roger Rabbit, por aquella película en que un personaje dibujado —pura ficción— interac­tuaba con personas reales, con el mundo. Y hubo lugar para esa decepción que España había conocido pocos años antes: la libertad recuperada no sacó a la luz ninguna obra maestra guardada o reprimida.

Durante unos años, la obligación moral de hacerse cargo de la memoria pesó sobre la literatura argentina; fue necesaria la irrupción de escritores más jóvenes — Aira, Pauls, Fresán, Laiseca— que, desde la reivindicación de un cierto arte por el arte o la narración por la narración, se despegaron del asunto: rechazaban el país que les había quedado y situaban sus ficciones en mundos lejanos o perfectamente inverosímiles. Los novelistas más nuevos se reunieron en un grupo que llamaron Shanghai porque estaba en las antípodas de Buenos Aires.

A mediados de los noventa, el tema languidecía: parecía que no quedaba mucho por decir. La amnistía a los militares condenados y la euforia económica menemistas lo opacaban y buena parte de la población seguía sin creerse del todo esas historias de horrores y torturas. Fue entonces cuando El Vuelo —la conversación de Horacio Verbitsky con el capitán Adolfo Scilingo, piloto naval que le contó cómo tiraba, desde sus aviones, militantes al Río de la Plata— los convenció: para tantos, el testimonio del verdugo era mucho más creíble que los de sus víctimas.

Y aparecieron, al mismo tiempo, crónicas y ensayos que intentaban devolver a esos militantes setentistas sus historias: en estos nuevos relatos “los desaparecidos” ya no eran sólo aquellas víctimas ingenuas del Nunca más; eran personas que habían decidido oponerse a un sistema político con todas las armas a su alcance. Mientras, la ficción no pareció encontrar cómo o por qué retomar el tema: la dictadura seguía apareciendo, aquí y allá, como un telón de fondo para un thriller o una película, pero no hubo novelas originales que la tematizaran.

Hasta que, ya en este siglo, la cuestión volvió por donde nadie la esperaba: gracias a esa convicción de tantos escritores de que su verdadera patria es la infancia. Sucedió, en realidad, en toda América Latina: novelistas se lanzaron a hablar de sus primeros años como si no hubiera mañana y, muchas veces, esas infancias incluían las aventuras más o menos militantes de sus progenitores.

Suenan los nombres, por ejemplo, de Guadalupe Nettel, Alejandro Zambra. Alguien los llamó “los naufraguitos” por esas autoficciones donde sus propias zozobras y derrotas se inscriben en las derrotas y zozobras de sus padres. En Argentina su padre putativo sería Alan Pauls, que, con sus Historias —del Llanto, del Pelo, del Dinero—, intentó una relectura de los setenta en clave de hijo. Y su madre ídem una realizadora, Albertina Carri, que abrió caminos en 2003 con Los rubios, una película donde su infancia era esa vida rara que sus padres —clandestinos, perseguidos— mantenían. Los retomaron, de formas muy variadas, varios: Laura Alcoba, María Eva Pérez, Félix Bruzzone, Patricio Pron y siguen firmas.

Con ellos llegó la libertad al tema de la pérdida extrema de la libertad, tan limitado por ciertas convenciones. Unos cuentan con sorna o condescendencia, otros con el desgarro de haber sido heridos en la carne de otro, otros con la extrañeza extrema de quien nunca va a entender, otros con el espanto de quien se roza con los monstruos. De sus textos, en cualquier caso, desaparecieron la obligación del respeto o del drama o del acto de contrición constante o del silencio sobre ciertas complicidades.

Con ellos, el tema de la dictadura se volvió tan abierto que, ahora sí, tras 40 años de dictadura, es sólo un tema, una excusa de la literatura. Es lo que pasa, supongo, cuando una historia empieza a ser historia.

 

 


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10 comentarios

  1. No me parece que Argentina fuera, o es hoy, un país tanguero y melancólico. La identidad musical es hoy el rock nacional, mal que le pese a muchos, por la sencilla razón que el tango (y su melancolía) se quedó en los años 40 ó 50, no obstante que están apareciendo voces renovadoras en estos días, justo es reconocerlo.

    Tampoco creo que Nebbia y Spineta inventaran “rock en castellano”, ya antes algunos conjuntos mexicanos y Palito Ortega y Sandro cantaron rock en español. Lo que si hicieron Litto y el “Flaco” es llevar adelante el rock nacional, que era/es bastante más que cantar en idioma de Cervantes.

    Además se olvida Caparrós de la producción de revistas como “Humor” o “Expreso Imaginario”, y de la infinidad de “revistas alternativas” que a pulmón se publicaban en tiempos de Videla y otros.

    Tampoco menciona a películas como “De cara al sol”, “Tiempo de Revancha”, “Plata Dulce” o “”Los últimos días de la víctima”.
    Claro él no las llegó a conocer estaba exiliado estudiando en La Sorbona.

    No menciona el ascenso del “Rock barrial” como expresión de resistencia, aún en democracia, el caso más claro es el de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, que aún hoy persiste en el “indio” Solari.

    Sin compartir el desarrollo que hace de distintos géneros literarios y artísticos, me atrevo a decir que yerra Caparrós cuando dice que la “dictadura es una excusa para la literatura” y que “comienza a ser historia”.

    Todo lo contrario, lo sucedido durante en los años de plomo está muy presente en la sociedad. Los organismos de Derechos Humanos encabezaron la multitudinaria marcha “Ni una menos” el 3 de Junio, ya que son reconocidos por toda la sociedad.

    Quizás lo que Caparrós no alcance a entender que hay un pasado al que nadie quiere volver.

  2. Pobre Caparrós, se cree el eje del mundo y pretende manejar la historia a su antojo. El día en que se dé cuenta que es un escritor del subdesarrollo -un buen escritor, eso es cierto- y que el escepticismo no le va a servir para hacer una carrera literaria, a lo mejor se rescata, como dicen los pibes del barrio.

  3. éste muchachito . . que vive en Madrid, no ??? estaría emparentado con la visión del pasado, que tiene Lopérfido ??? no escribe mal . . pero es tan pobre su relato, que suena a desperdicio . . .

    . .

  4. No sabía que Eduardo Astiz había muerto. Lo último que sabía de él era que vivía en Cuernavaca. Un gran compañero, un tipo íntegro en todo sentido. Y un sentido del humor regocijante.

    • Si hace tiempo ya. Se que su viuda anda por aquí. Una de las cosas que me gustaría hacer es hacer una peli a partir de su libro (que expurgado de algunos errores infantiles -Astiz era plástico, no literato- podría ser muy superior.

    • Apenas compré su libro “Lo que mata de las balas es la velocidad” me enteré que murió en México, ya hace tiempo, militó en mi Barrio, Bajo Belgrano.

  5. Es tan pero tan idiota y venal que no pude pasar de la primera frase. La del país tanguero, muy apropiada para ese suplemento de mierda Babelia, para el que escribe. Del Psoe en retirada. Se alineó con Pedro Sanchez, para mi. Con Felipe González. Y no se lo voy a perdonar, como no le perdoné ninguna. Es un pelotudo a cuerda, vanidoso, victima de su ego. Escribe ¨bien¨, lo cual quiere decir ¨mal¨. No tiene entrañas. ¨Pobrecito, no tiene alma¨, como decía Victor Grippo (de otro).
    No leí todo lo producido, a veces no puedo.
    Como no puedo, tengo para mi que la excelente produccion artística de los HIJOS clausuró la primera etapa del duelo. Sabemos que cada uno lo hace como puede y respeto todas las opiniones.

  6. Siempre me pareció bastante pelotudo creído, y encima demuestra una visión reducidisima de un tema DEMASIADO importante como para reducirlo a literatura y punto… Es como decir que el 25 de Mayo de 1810 fue un hito comercial en ventas de cintas y paraguas y nada mas.- Pero es obvio que Caparros lo vea así PORQUE EL VIVE DE ESO

  7. Hola Juan Salinas:

    Dice caparrós:”Con ellos, el tema de la dictadura se volvió tan abierto que, ahora sí, tras 40 años de dictadura, es sólo un tema, una excusa de la literatura.(¡¡¡!!!) Es lo que pasa, supongo, cuando una historia empieza a ser historia”

    ¡¡¡Das ASCO caparrós!!!
    Y ahora, el mismo ASCO da anguita.
    Marta Schvartzman

  8. Siempre digo que es una pena que siendo tan agudo, Caparrós no haya descubierto en sí mismo los elementos que critica en los otros: esa obsesividad argentina por los relatos abarcadores. Porque él también los practica. Pues reduce, compendia, antologiza, clasifica bajo un orden arbitrariio, todo material social que le toca vivir o presenciar. Lo que imputa a otros, el reduccionismo, él también lo practica. Con un pecado adicional, el del desperdicio de la inteligencia.
    A Caparrós le gusta jugar con las palabras, es hábil, reconozcamos. Pero lejos de menoscabarlo, comprendo que no haya encontrado lugar en una Argentina ideologizada en el momento en que nuevamente era factible esa matriz. Porque no es su zona de confort pseudo-anarca, lúdica. La argentina reciente necesitaba de tangibilidad, de lo cotidiano reinterpretado en clave distinta. Y él tiene conflicto con lo cotidiano, es claro. Porque siempre su observación es distante y cenital.
    Caparrós hace crónicas como nadie. Desangeladas y a la vez, creyentes. Pero esa religiosidad disfrazada de pagana, cuando llega la hora de su confrontación con la realidad diaria, política y social, no honra su propia estatura cosmogónica. Una pena.
    En definitiva, es un tipo inteligente como pocos, pero tan limitado socialmente como los más. Solo que su acceso a los medios debería alertarlo de la responsabilidad mínima que le cabe a alguien público y de la inconveniencia de vanagloriarse de la única limitación cognitiva que uno le encuentra; la que disfraza hábilmente como superioridad y vehiculiza desde la jactancia .
    En síntesis, que estuvo de moda un tiempo hacerse el anarco fashion. Pero que con los años corriendo, más que una postura, termina volviéndose una confesión de anacronismo y pobreza.

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