EFEMÉRIDES: Mamá cumple cien años

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Mamá y Luis en 1983 poco después de que él saliera de la cárcel.

 

Días atrás no pude menos que esbozar una sonrisa irónica ante el reproche que un lector le hizo a un insigne bloguero del campo nacional y popular, Abel B. Le reprochó que su blog fuera “autorreferencial”, a lo que Abel le respondió que no encontraba otro motivo al menos, otro motivo inicial, que el de tener, conservar una voz propia. Pues bien, hoy sere el summun de lo autorreferencial porque hoy, precisamente hoy, de vivir, mi madre, Victoria Elena Suárez, cumpliría cien años.

No tengo presente, no quiero tenerla, la fecha en la que murió, ya durante el gobierno de Néstor Kirchner. Tuve la amarga dicha de acompañarla en su larga despedida gracias tanto a que vivía muy cerca como a que mi esposa me respaldó para que le diera absoluta prioridad a esa asistencia.

Fui su primogénito cuando ya tenía 31 años, edad que hoy nos parece absurdo, pero que entonces se consideraba que las mozas que todavía no se habían casado, estaban “para vestir santos”.

Había nacido en Villa Urquiza donde su padre, Aquilino, hizo una pequeña fortuna con una zapatería de mucho éxito, sobre la avenida Triunvirato. Cuando apenas tenía dos años sus padres decidieron regresar a su lugar de origen, Navia, en la costa asturiana. Alli fue, de la manito de su madre, la dulce y coqueta María Asunción (que no quería que sus nietos la llamáramos abuela, sino “mamá Marichu”, de lo que quedó “Mamarichu”).

En Navia nacieron sus hermanas María Luisa y Maricarmen (que vive en Barcelona, donde me acogió cuando llegué huyendo de la dictadura). Aunque los Suárez eran una familia muy católica y conservadora, mi abuelo tuvo la mala idea de postularse y ganar las elecciones para alcalde del pueblo. Eran tiempos de la Segunda República, que al socaire de la crisis mundial había reemplazado y sucedido a la monarquía de los borbones.

Aunque haya jóvenes escépticos que no lo crean, era común entonces que quienes entraban a la función pública, tanto allí como aquí (piensen, por ejemplo, en Hipólito Yrigoyen) lo hicieran más que para ganar dinero, para perderlo.

Fue el caso de mi abuelo, que tras el triunfo de la derecha cerril en la Guerrra Civil no fue formalmente acusado de nada pero igualmente fue perseguido y expropiado por el mero hecho de haber sido alcalde, lo que motivó que la familia entera desandara el camino y regresara a Buenos Aires, esta vez con muy poco dinero y apiñándose en un departamento de cuatro ambientes que, creo, originalmente había comprado una tía abuela y que fue mi hogar hasta que mi padre me sacó la tarjeta roja cuando estaba por cumplir los 18.

Fue a los 18, también, que mamá regresó a su desconocida tierra natal. Desde entonces, fue aquí “la gallega” pero cuando iba a España los de allí notaban que era una rara argentina que hablaba en castizo.

Tal como sucedió con casi toda la última ola de españoles llegados a Buenos Aires huyendo de Franco, los Suárez se quedaron en las inmediaciones de la Avenida de Mayo. Con esfuerzo, mi abuelo costeó la carrera naval militar de mi tío, pero las mujeres, comenzando por mi madre, tuvieron que buscarse un empleo. Acostumbrada a una adolescencia de amplia libertad entre el mar y la ría de Navia, mi madre cursó una gran depresión hasta que descubrió las islas del Tigre, a las que solía ir todos los fines de semana. Conocíó a mi padre en el Laurak Bat, el principal club vasco de la ciudad, situado frente a la parroquia de (la virgen de) Montserrat, lo ayudó a sanar de una tuberculosis y quedó embarazada de mi, lo que los decidió a casarse.

Católica como era, lo hizo vestida de azul, no de blanco, porque había pecado. No reparé en este detalle (que no había sido sietemesino) hasta que me lo hizo notar una prima, y cuando mi madre se enteró rompió en llanto, me abrazó y me besó (lo que no era nada común en ella) diciéndome cuanto me quería, lo que contrapesó pero al mismo tiempo le dio un marco de explicación al hecho de cuando mi padre se enfadaba conmigo me dijera “¡Tú tienes la culpa de todo!”.

Ya de grande, solía chucear a mi madre diciéndole que yo era el hijo del amor, de la pasión, mientras que mis tres hermanos sólo lo eran de la rutina matrimonial. Lo que, por cierto, provocaba celos en mi hermano Luis, el más allegado de ellos (le llevaba apenas 16 meses), el escritor de la familia, de cuyo fallecimiento se cumplieron 14 años el pasado 8 de octubre.

Mi madre, como muchas coetáneas, sabía hacer con sus manos muchísimas cosas, cocinar, hacer yogur y leche cuajada, tejer, bordar, zurcir y hasta hacernos una especie de uniformes para que fuéramos a jugar y corretear por la terraza sin destrozar el uniforme del colegio salesiano de Constitución, al que para ahorrar, si bien íbamos en colectivo, volvíamos caminando.

Sin hacer ningún alarde, escribía poesía. Y lo hacía muy bien. Admiraba sobre todo a postas románticos y liberales antiabsolutistas como  José Espronceda y Gustavo Becquer. Tan en secreto lo hacía (supongo que “le daba cosa” hacer públicos sus posías) que solo las leí luego de su muerte. Por lo que no han tenido mucha influencia en mi prosa, aunque si lo tuvo su constante preocupación por el correcto uso del idioma castellano.

Era una mujer con tanto sentido práctico como uno de los chanchitos de Disney y me hubiera gustado haber heredado su capacidad de gozar de las muchas pequeñas cosas buenas que ofrece la vida y tener su carácter alegre y optimista, y no el avinagrado y refunfuñón de los Salinas, más sensibles ante el devenir trágico de la Humanidad.

No fue así, esas virtudes solo han quedado, concentradas, en mi hermano Víctor, el único que me queda.

Me encanta cuando compañeros de cárcel de Luis me dicen cuan abnegada y valiente era mi madre a la hora de transportar “caramelos” (mensajes escritos en hojas de papel de fumar o similares) en su humanidad cuando lo iba a visitar a la U9, la Cárcel Modelo de La Plata.

Fue toda una evolución si se tiene en cuenta que uno de mis primeros recuerdos de una salida con ella es de cuando me arreó al Laurak Bat a un homenaje que se le hizo allí al dictador Pedro Eugenio Aramburu. Tenía cinco años y lo único que se me grabó es que tenía uniforme blanco, por lo que colijo que debía ser el verano de 1958, poco antes de que le entregara la presidencia a Arturo Frondizi.

El sábado me desperté pensando en ella, en lo mucho que me gustaría encontrarme, volver a acariciarla.

Pues nada, eso.


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