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OYARBIDE: Claroscuros de un juez azul que no se allanó al Lawfare

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Pasé el día de ayer dudando si escribir o no sobre el juez fallecido después de dos meses de internación a causa del Covid. Cuando iba en automóvil a una consulta médica de rutina escuché a Mario Wainfeld en La Folclórica, y a la noche leí la crónica que Victoria de Masi publicó en el el Diario.ar, crónica que, observo, estuvo en la base del informe de Wainfeld, quien destacó que Oyarbide era uno de «los jueces de la servilleta» que Carlos Vladimiro Corach escribió y le mostró a Domingo Cavallo para intentar disuadirlo de atacar a Alfredo Yabrán, dejándole claro que todo lo íntimamente imbricado con el Gobierno de Carlos Menem y su familia era intocable por estar blindado por los tribunales federales de Comodoro Py.

El mayor reproche que tengo para hacerle a Oyarbide (me hubiera gustado que fuera en el curso de una extensa entrevista) es la manera que tramitó la causa de la Triple A. Porque se las ingenió para dejar afuera a la Policía Federal siendo, como fue, que la PFA fue la columna vertebral de la Alianza Anticomunista Argentina, tanto a través de efectivos retirados, como de todos, absolutamente todos los que integraron las custodias de la presidenta Isabel Perón y José López Rega a excepción del ametralladorista Miguel Ángel Rovira, un asesino serial, que seguía activo como los que conformaban «la crema» de Moreno 1417, la antigua «Coordinación Federal» devenida SSF, bajo la jefatura, allá por 1974, del comisario Alberto Villar, un fascista de tomo y lomo.

No es un reproche menor. Porque allí se originó el moderno Terrorismo de Estado.

De hecho, los policías de la SSF al mando de Villar (jefe de la PFA de día, y de la Triple A por las noches) en marzo de 1976 quedaron subordinados al Primer Cuerpo de Ejército y conformaron los «grupos de tareas» que ejecutaron todo tipo de crímenes, por ejemplo, la Masacre de Fátima.

Sin embargo, y pese a todo ello, Oyarbide no fue el peor de los jueces federales «de la servilleta». Fue el gobierno de Macri el que lo obligó a renunciar porque no se plegó milimétricamente a sus exigencias, como si hicieron otros varios jueces federales.

Como ya conté otras veces, mi único encuentro con él no fue precisamente a solas.

Fue a comienzos de los años ’90 y a raíz de un dossier o separata central que la revista El Porteño había publicado sobre narcotráfico. La nota más urticante era de mi autoría y se titulaba «La DEA prefiere los puertos». En ella se explicaba que no se dedica al narcotráfico a escala quien quiere, sino quien puede; que hacía falta dominar el transporte, las aduanas, puertos y buques. Y revelé que Carlos Corach era abogado de la cámara de pesqueros congeladores (donde el principal empresario era Jorge Antonio) y recibía en su despacho oficial, so pretexto de que representaba a los obreros marítimos, al represor Osvaldo «Paqui» Forese (que nunca había estado embarcadi y que abía sido nada menos que el segundo de Aníbal Gordon y el cerebro de la «Operación Langostino», en su momento, el mayor cargamento de cocaína para su exportación decomisado en Argentina). El editor, Jorge Warley, decidió quitar los nombres de los autores de las notas, que eran unas cuantas, y ponerlos todos juntos al final.Resultado: Corach demandó a la revista y a todos los que aparecíamos allí.

Nuestra abogada era Vilma Ibarra y no recuerdo quien era el juez, pero sí que su secretario era Oyarbide. Que nos citó a todos los que figurábamos al final del dossier como autores del mismo, y al presidente de la cooperativa que editaba El Porteño, Eduardo Rey, a prestar testimonio en su despacho, sobre la calle Lavalle. Así fue que acudimos en tropel a una habitación llena de banderines, gallardetes, oriflamas y ceniceros de raigambre azul, color que distinguía a la Federal (que después del atentado a la AMIA mudó sus uniformes al negro, interpreto que para difuminar la culpa derivada de la participación de efectivos de la repartición en la ejecución y –ya casi masivamente– en el encubrimiento de los bombazos). Ni bien entré, pensé que si traían a cualquier delincuente común a ese escenario, pediría reja (es decir, que lo reintegraran de inmediato a la cárcel). Oyarbide también tenía en su despacho rosarios blancos, y sobre el escritorio, una gruesa Biblia de tapas nacaradas. Pero lo que más me impactó fue un cuadro símil pergamino en el que un comisario que había sido jefe de Robos y Hurtos, especializado en salideras y ratoneras y con más de cien muertos a sus espaldas, enaltecía en sus torpes versos de matarife  su «corazón azul».

Una vez que todos estuvimos frente a él,  le manifesté a Oyarbide que era el autor de la nota que había provocado la demanda, por lo que no tenía sentido que se siguiera molestando a mis compañeros. Oyarbide fue comprensivo, y nos pidió que todos firmáramos un acta por el cual todos menos yo quedaban desvinculados de la causa. Cuando terminamos de firmar, sagaz observador, Oyarbide comentó «He notado que dos de ustedes (en referencia a Alberto Ferrari y Ricardo Ragendorfer) son zurdos». A lo que le repliqué «Doctor, en El Porteño somos todos un poco zurdos».

Esa es mi anécdota. No tengo más. Solo quiero agregar que cuando a causa de lo del prostíbulo Spartacus, Oyarbide fue suspendido, y como a pesar de estar amenazado (muchos tenían pánico de que hablara de los concurrentes) seguía yendo a restoranes a Puerto Maduro flaqueado por dos custodios de la Federal a los que presentaba como «mis centuriones», es decir, los equiparaba con sus chongos de Spartacus. Gesto que, créase o no, me pareció tierno. Oyarbide no era hipócrita, no era careta. Era un juez bizarro, que bien podría haber participado en una película de Almodóvar.

Tengo presente que no encontró nada delictivo en las actividades de Néstor y Cristina Kirchner y que eso provocó que el contumaz extorsionador Daniel Pedro Santoro, Premio Rey Emético de España, y ariete de Clarín, le dedicara todo un libio cuyo eje y meollo según explicó el mismo es que «había cosas como el alquiler que les paga Juan Carlos Relats por los hoteles, la tasa de interés que paga el banco de Santa Cruz y otros elementos que nunca se investigaron. Quedaron un montón de dudas y Oyarbide la cerró (la causa) en apenas doce horas».

Apriete. Los reproches de Clarín no tenían suficiente sustancia para ameritar un libro.

También tengo presente que si bien lo trataron de «botón» cuando en 2012 se le ocurrió ir en el Tigre a un match de tenis entre Roger Federer y Juan Martín del Potro, los que se lo gritaban enardecidos no le reprochaban lo mismo que yo.

A pesar de no ser creyente, como muchos de los que hemos sido educados en la fe cristiana, creo en la posibilidad de la redención. No voy a decir que sentí por la muerte de Oyarbide la pena que sentí por la de un antiguo adversario como Carlos Escudé –que demostró su valentía y honestidad intelectual antes de que la maldita peste se lo llevara– pero no me alegró sino que más bien me entristeció.

Oyarbide tenía mucho para dar. Quiero decir: para contar.

Ahora si, los dejo con Victoria de Masi:

https://www.eldiarioar.com/sociedad/madre-policia-homo-odio-juez-denunciado-historia-argentina_1_8265898.html


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