POETA SZPUNBERG – IN MEMORIAM: «Mi referente es el Che»
Hace una semana que me digo que tengo que escribir algo sobre Alberto Szpunberg y lo postergo cada día. Y es que a pesar de que su muerte no era una noticia inesperada (a pesar de lo cual no fue el cáncer que padecía desde -calculo a ojo de buen cubero, soy muy malo para las fechas- hace una década y media el que se lo llevó, sino el maldito Covid que contrajo en la residencia geriátrica barcelonesa en la que vivía) fue como un cross a la mandíbula. Pasada esta fase de agolpados sentimientos, de aleteos agonizantes, recuperado el resuello, trataré de explicar mi enorme cariño hacia él, a sabiendas de que me quedaré corto.
Conocí a Alberto a fines de agosto o comienzos de septiembre de 1976 en aciagas circunstancias: una cita callejera en la cual él y su esposa de entonces (y madre de sus dos hijas, la dramaturga Victoria y la música y cantautora Sabina), Margarita Witt, pasaron a recoger a mi entonces noviecita y futura esposa, Gaby, entonces de 19 años, ante la posibilidad cierta de que el departamento de su madre fuera allanado y ella desaparecida.
Y es que habían sido secuestrados nuestros amigos, los recientemente casados Marcelo Ariel Gelman y Claudia García Iruretagoyena, que solían dormir allí, acogidos por la madre de Gaby, Alicia, a la vez amiga de Marga y Alberto.
Ambos eran veteranos militantes guevaristas (Alberto pasaba ya de los 35 años y los 12 o 13 años que me llevaba me parecían entonces casi un siglo). Mi futura suegra decía que era un capo, que era poeta y periodista, que sabía varios idiomas, entre ellos griego, latín y hebreo. Y, efectivamente, Alberto era o había sido hasta muy poco antes nada menos que el director del excelente suplemento cultural del diario La Opinión.
Más allá de algún otro fugaz encuentro en Buenos Aires, recién pudimos relacionarnos con un mínimo de tranquilidad en Barcelona, ciudad en la que ambas parejas habíamos coincidido en exiliarnos. Hoy parece mentira pero en aquellas épocas era posible subsistir como free-lance, vendiéndole notas a diarios y revistas. Con ese propósito, Alberto había armado una pequeña agencia cuyo nombre no recuerdo (en algún lugar debo tener la credencial) y alquilado una oficina en una ochava (allá se dice chaflán) del Ensanche.
Antes, solamente Alejandro Horowicz me había instado a dar el salto de pasar de redactor de volantes a periodista y dado alguna clase práctica en su casa aledaña a la plaza Martín Fierro. Fue Alberto quien me dio el envión decisivo. Hasta el punto de que cuando consiguió que el vespertino Tele/eXprés publicara un suplemento semanal llamado América Latina, me invitó a escribir en él. Corría 1978 o quizá ya 1979 y ese fue mi debut como periodista, aunque recién tendría continuidad en el oficio cuando en 1982 ingresara al Diario de Barcelona, apodado «El Brusi» y fundado en 1792, lo que lo hacía el más antiguo del continente europeo.
Fue en 1979 también que Alberto me regaló mi primer auto, un Mini Morris modelo 1968, blanco, de la primera camada fabricada en Pamplona bajo licencia de las británicas Austin y Leyland. Se trataba de un modesto pariente (la carrocería era la misma) del Mini Cooper 1300, en el que se inspiró el actual, de superlujo, fabricado por la alemana BMW. Un día Alberto apareció con él, echando humo negro. Me dijo que la mecánica del cochecito era muy cara, porque al ser tan comprimido cada vez que entraba a un mecánico había que extraerle el motor para hacer las reparaciones pertinentes, y que como darlo de baja también costaba un billete, si lo quería reparar, era nuestro, es decir mio, ya que Gaby no mostró nunca interés en manejar.
Muy emocionado, dije que si e hicimos la transferencia, que en España era muchísimo más sencilla que en Buenos Aires.
Digresión: El primer muerto de las Fuerzas Armadas Peronistas a las que adscribía todavía adolescente a fines de los años ’60 fue un ex seminarista, Gerardo Ferrari, abatido en las cercanías de la estación Liniers. Me habían dicho que aunque tenía las llaves de un auto estacionado cerca, no pudo huir porque no sabía manejar. Desde entonces estaba obsesionado con aprender. El regalo de Alberto me dio la oportunidad. Aunque no tenía registro (allá se dice carné) y como sacarlo era muy caro (había que pasar por una escuela antes de intentarlo, y había visto muchaches llorando por haber sido aplazados por tercera o cuarta vez) con audaz inconsciencia y aferrado a su volante me lancé a la calle y tuve mucha suerte de no ser detenido por la guardia municipal, ni pisar a nadie ni embestir nada importante a pesar de lo inclinado de las calles.
En síntesis: Alberto me inició en el periodismo y me regaló un auto, algo que deseaba mucho. Mas que suficiente para que lo considerara algo así como un hermano mayor.
Una vez antes y otras varias después de que se separara de Margarita fuimos a visitar a Alberto a su vivienda de Masnou. Lo recuerdo como un padre amoroso, no sólo con sus hijas, sino también con las del también poeta Vicente Zito Lema, que se había enamorado e ido intempestivamente a vivir a Holanda.
Gracias a Alberto, había ido colocando notas en algunas revistas, pero no recuerdo si alguna vez lo hice en Interviú, el exitoso seminario en el que fue secretario de redacción. Subversivo como era, y de la misma manera que había tenido problemas en La Opinión con Jacobo Timerman, los tuvo con los gerifaltes de la Editorial Zeta. Primero lo privaron de seguir escribiendo, poniéndolo a re-redactar los informes de varios cronistas tan trotacalles como ágrafos. Después, cuando hubo una huelga y Alberto se plegó a pesar de haber votado en contra en una asamblea de trabajadores, sus jefes, indignados por su partipación en ambas instancias por considerarlo un empleado jerárquico infiel, movieron sus influencias y consiguieron que con el fútil pretexto de que sus papeles no estaban en regla, la Guardia Civil lo detuviera e ipso facto lo deportara a Francia por el paso de La Junquera, más allá de Port Bou, dónde en 1940 se suicidó Walter Benjamin para evitar ser entregado a la Gestapo.
(Tras entrevistarlo, María Malusardi parafaseó a Michael Löwy para ligar a Alberto con Bejamín al subrayar que la obra de ambos abrevó en tres fuentes muy diferentes: el romanticismo, el mesianismo judío y el marxismo).
La Comisión Argentina de los Derechos Humanos (CADHU), y en particular sus dirigentes radicados en Madrid, Eduardo Luis Duhalde y Gustavo Roca, secundados por Pablo Castellano, líder del ala izquierda del PSOE, iniciaron rápidamente una pertinaz campaña que consiguió que las autoridades estatales revieran la decisión administrativa de expulsión y le permitieran regresar a su hogar en Barcelona.
De aquella época recuerdo particularmente la devoción de Alberto por un poeta bohemio de más edad, Luis Luchi, también exiliado en la vieja Barcino.

Regresé a la Argentina en 1984. Como sus hijas se quedaron en Barcelona (donde nació Sabina, ambas son, lógicamente, mas catalanas que argentinas, del mismo modo en que yo soy mas argentino que español), Alberto se la pasaba yendo y viniendo, y al hacerlo, recuerdo, traía consigo trabajo. Por ejemplo, como redactor de enciclopedias.
Así que nos veíamos intermitentemente, hasta que se mudó a un pequeño departamento en el barrio de San Telmo. Sobre la calle Carlos Calvo, a pocos metros de la esquina de Perú, donde se encontraba el ya reabierto Café «El Federal». Gaby y yo y el pequeño Iñaki también vivíamos a escasos metros de esa esquina, así que empezamos a vernos seguido casi siempre en ese departamento.
Fue así durante unos cuantos años, hasta que nos mudamos a Barracas, lo que volvió a espaciar los encuentros. En uno de ellos, en el más recoleto café-panadería «Europa», que queda en esa misma cuadra por la vereda de enfrente yendo hacia Chacabuco, me dijo que era la primera persona a la que informaba que padecía un cáncer. No recuerdo bien si fue en esa ocasión o en la próxima que me dijo que los médicos le insistían en que hiciera ejercicio, a lo que era reacio. «No lo hice nunca, y si comienzo a hacerlo ahora me va a hacer mal», filosofó.
Para entonces, él, que como yo habían tenido un padre socialista de Alfredo Palacios, se había peronizado por segunda vez. O, si prefieren, había reaccionado positivamente a la inyección de esperanza que supuso la llegada de Néstor Kirchner a la Casa Rosada.
Durante unos años batalló constantemente con la enfermedad. De lo que mas se quejaba era de que le había reducido drásticamente la movilidad y de que el tratamiento fuera un obstáculo para viajar a Barcelona a ver a sus hijas. Cuando las mencionaba, sus ojos refulgían.
También se que añoraba el contacto con un grupo de poetas jóvenes de humilde extracción social del barrio de Barracas.
Nunca supe cuando exactamente había conocido a Judith Said, pero siempre desconté que hacía mucho, aunque más no fuera porque todos habíamos compartido el exilio barcelonés. Solo sé que en sus últimos tiempos en Buenos Aires la relación con ella fue muy estrecha. Y que fue ella quien organizó el monumental homenaje a Alberto que hizo la Biblioteca Nacional dirigida por Juan Sasturain, con textos de ambos; de Horacio González (ex director de la Biblioteca y compañero de Alberto en Carta Abierta), de su gran amiga Lilian Garrido, Teresa Parodi, Eduardo Romano, Alicia Genovese, Rafael Vásquez, Jorge Quiroga, Roberto Baschetti, Susana Szwarc, Araceli Lacore, César Stroscio, Jorge Sarraute, Eduardo Jozami, María Rosa Mó, Julián Axat, Eugenia Straccali, María Malusardi, Emiliano Bustos, Jonio González, Boris Katunaric, Carlos Aldazábal, Miguel Martínez Naón, Fernanda De Broussais y Graciela Daleo.
Lleva el título de Guardianes de Piatock, contiene bellas ilustraciones de Nora Patrich y pueden acceder a él cliqueando sobre el nombre.
Judith era una alta funcionaria del Archivo Nacional de la Memoria, institución que tiene como sede la antigua Escuela de Guerra Naval, dentro de lo que fue la Escuela de Mecánica de la Armada y es hoy el mayor Espacio para la Memoria de la Argentina. Ahí integré sucesivamente su Grupo de Investigación Histórica y su equipo de prensa. Extrañado por la falta de noticias de Alberto, en una reunión un día le pregunte si sabía de él y así me enteré que había sufrido un accidente cerebrovascular. Me quedé tan frío que no le pregunté mas. Posteriormente me enteré que lo había sufrido estando en Barcelona, donde había ido a visitar a sus hijas. Y que no había tenido un ataque sino dos, y que había quedado muy disminuido.
Supongo que habrá sido antes o en el ínterin que había alquilado un pequeño departamento en el Putxet, en lo alto de una montañita, entre Lesseps y la Bonanova. Alberto tuvo la suerte de tener una asistente terapeútica argentina, Patricia, que lo acompañó en sus frecuentes visitas a médicos y hospitales, pues no se si a causa de los ACV, porque fueran cuitas preexistentes, producto de la edad o por una conjunción de esos factores, tenía otras varias patologías.
Todas sus entrevistas con médicos terminaban invariablemente, cuenta Patricia, con dos preguntas: «¿Puedo viajar a la Argentina?» y «¿Puedo fumar?» Y es que añoraba a su Buenos Aires querido y el cigarrillo, paliando su falta con helados y conservando un buen apetito.
Fragmentos
Tirándole de la lengua a Patricia averigüé que Alberto -que siempre tuvo amigos que lo amaban sin disimulo- dio algún recital de poesía acompañado por un gran amigo, el bandoneonista César Stroscio; que era habitualmente visitado por otro músico insigne, el pianista, contrabajista y arreglador, Jorge Sarraute. Tanto Stroscio como Sarraute habían coincidido en el primer Cuarteto Cedrón, que musicalizó algunos poemas de Alberto.
Alberto con César Stroscio y su porteño Trío Esquina en 2016
También que leyó el libro de un poeta joven que apreciaba, Miguel Martínez Naón.
Más tarde, sus caídas y su dificultad para valerse por si mismo hicieron que fuera internado en una residencia para personas mayores. Una sola vez me atendió y pude hablar con él. Le había mandado algunos tanguitos, le pregunté si le habían gustado. Cuando le pregunté como estaba, cómo lo trataban allí, fue conciso: «Bien… pero no te lo recomiendo».
Alberto era y se sentía tan hermano de todos les humanes como judío y hablaba hebreo entre otras varias lenguas. Aunque era ateo, le interesan los temas religiosos y Patricia me contó que le encantó conversar en hebreo con un rabino estadounidense progre que había vivido muchos años en Francia y se había establecido luego en Barcelona. Alberto detestaba a los dirigentes de la colectividad judía argentina -uno de los temas recurrentes que teníamos en nuestras charlas era el encubrimiento blindado tendido sobre los asesinos que habían dinamitado la AMIA y la Embajada de Israel- considerándolos fabricantes de judeofobia.
Muy disminuido, ya sin capacidad de manejar una compu ni un smartphone, pasaba sus horas escuchando a Chopin, Shostakóvich, Erik Satie, Maria Callas, Omara Portuondo y tangos entonados por Ángel Vargas -el ídolo de su madre- entre otros autores.
Como a todos los demás internados en residencias de adultos mayores, la pandemia aisló completamente a Alberto, no sólo impidió que Stroscio viajará desde París a verlo (y de paso, tocara con Paco Ibañéz) sino, y sobre todo, la crueldad de que no pudiera ser visitado por sus hijas ni asistido por Patricia.
Un bajón.
Aun así, duro de roer, Alberto habría perecido luego de contraer el virus maldito.
Se que su funeral (en lo que en Barcelona llaman tanatorio) el pasado lunes 16 fue muy emotivo, incluyendo el rabino de mentas y una bella semblanza trazada por una de sus hijas; y que Sabina cantó acompañada de su compañero contrabajista.
Un amigo común que vive allí me dijo que incluso al inicio se canto a coro del «Hasta siempre comandante» de Carlos Puebla.
Lo que me consta son las palabras de despedida que escribió una gran amigo de Alberto, Henry Lerner (se conocían desde su adscripción al EGP de Ricardo Masetti), residente en Madrid, quien fue varias veces a visitarlo al geriátrico y, cuando la pandemia lo impidió, no dejó de llamarlo por teléfono. Por la misma razón, Henry no pudo hacerse presente en el velorio, pero sus palabras fueron leídas en el velorio por una amiga de Alberto, Marina Solsona:
«Los tres, vos Héctor (Jouvé) y yo, en lo único que jamás discrepamos era en el rechazo, el desagrado por los homenajes. No te preocupes, este no lo es, sólo se trata de mi despedida.
«Resulta imposible querer hablar de Alberto al margen de su condición, de su notoriedad, de su ser esencial como poeta. Lo intentaré hablando del hombre, del padre, del compañero cercano, del fraternal y entrañable amigo, del compinche insustituible.
«No habían pasado más de 48 horas de mi llegada a Cosquín, recién cumplidos los 4 años de condena en la cárcel de Salta, que vino abrazarme. Nos fuimos caminando hasta la orilla del río. Encendimos nuestros cigarrillos y, terminado el intercambio de rigor de aquel esperado reencuentro, lo primero que se le ocurrió plantear, fue que debíamos empezar a planificar un proyecto de fuga para Héctor y Federico (Méndez), que habían quedado encarcelados con cadena perpetua.
«La actividad clandestina mandaba elegir un seudónimo, un nom de guerre. ‘A mí me gusta Pedro’, me dijo. Lo miré respondiéndole: ‘si vos sos San Pedro, yo seré San Pablo’.
«Allí estaba, la inevitable veta irónica judaica nunca ausente en nuestros encuentros.
«Así fue como, por esas fechas, a mi hijo mayor Jorge, que entonces tenía 3 añitos y apodábamos Tunte, el Tío Pedro lo había rebautizado ‘militunte’. Jorge, al no poder pronunciar bien Tío Pedro, le empezó a llamar ‘Tío Perro’. Y a él, más encantado que nunca, le brillaban los ojos y los bigotes con ese nuevo nombre tan divertido.
«Llamaba ‘tesoritos’ a sus hijas, ignorando que el tesoro, la verdadera fortuna, era él, para quienes tuvimos el privilegio de recorrer y compartir más de medio siglo en esta aventura de la vida, entregándonos, sin proponérselo, un invalorable regalo: el milagro de su ternura -en ocasiones llena de socarronería-, o sus ironías y bromas, impregnadas de ternura.
«Mejor que hablar de Alberto es darle a él la palabra. Se trata de tres perlas que les dejó, a lo largo de su entrañable relación con nuestros hijos e hijas.
«La primera: ‘La poesía es la intemperie sin fin’.
La segunda: ante la pregunta de uno de ellos ‘¿Cómo y cuándo se hizo poeta?’ respondió: ‘Un día me di cuenta de que no sabía hacer nada. Ese día me autoproclamé poeta’.
«La tercera: ya en la Residencia, una tarde, entre mate y mate, visitándolo con Jorge, le hace señas para que se acerque y le dice al oído: ‘Tengo preparado un plan de fuga, solo me falta organizar como llegar hasta el ropero’.
«Tal vez en los inescrutables ‘Senderos de los nidos de araña’, como tantas veces me gustaba repetir evocando a Ítalo Calvino al ritmo de nuestras charlas, divagando a dúo, así elegimos y así nos tocó recorrer nuestras difíciles sendas, tan lejos y tan cerca. Yendo sin saber si volveríamos. Ya nos dejaste tu respuesta.
«Por eso siempre repetiré: Los hermanos son amigos obligados, los amigos son hermanos elegidos.
«Buen viaje, Tío Perro. No te olvidaremos, Compañero Pedro, ni se borrará tu nombre querido Albertito, mientras recorres tu camino rumbo a la Tierra Prometida por la que tanto luchamos, montado sobre una nube de palabras y protones hacia la Ierushalaim soñada.»
En cuanto a la obra poética, nunca ejercí la crítica literaria de algo que no fuera prosa, prosaica o con aliento lírico, y no voy a iniciarme en ese metier ahora, habiendo tantos compañeros hipercalificados para ello. Puedo, si, informar que Alberto ganó premios como el Antonio Machado, el de la Casa de las Américas y el concedido por el ayuntamiento de Alcalá de Henares. Pero no podría superar la concisa definición que he leído en la Wikipedia («La singularidad de su obra está dada por el amplio dominio del lenguaje poético que trasunta un tono lírico coloquial y también discursivo. La palabra directa, combativa, justa y solidaria, transmite con verdadera energía poética y sin desbordes emocionales, las luchas e injusticias, testimonio lúcido de situaciones históricas concretas»), ni la policromática descripción hecha por Horacio González, cuya prosa habitualmente contiene destellos poéticos.
Una palabra autorizada es la del también poeta, editor y periodista Guillermo Saavedra:
Fui amigo de Alberto por algunas razones claras (identificación con Antígona, amor por los Tupamaros, por el Che y por el pueblo peronista, entre ellas) y otras, como suele ocurrir, más inescrutables, pero que fueron esbozadas por Lerner, y otros amigos suyos, unidos por su guevarismo temprano. Básicamente, su sentido del humor, su empatía con la especie, su odio al racismo.
Respecto a lo último, Horacio González y Abel Langer recomiendan la lectura de un bellísimo texto que escribió luego de la masacre cometida por tropas israelíes en el campamento de refugiados palestinos de Jenin (o Yenin), al norte de Cisjordania, en abril de 2002.
Los dejo con él:
¿El año que viene en Jenín?
1.
El olor dulzón de la muerte impregnaba el aire de polvo y dolor, mientras un enjambre de moscas sofocaba el campo de refugiados de Jenín. Con las manos, y sin lágrimas, dos hermanos buscaban el cuerpo de Hamad Massaud Abu Ba, su padre, sepultado por los bulldozer del ejército israelí a un metro bajo tierra.
Yo mismo no sé por dónde empezar. El tecleo siempre es infinitamente más lento que las ráfagas. Antes de pulsar una sola letra, alguien ya puso en marcha su bulldozer y avanza, ojo por ojo, diente por diente, sin distinguir ventanas, paredes, perros, niños, libros, novias, gasas, platos de sopa aún tibios, ni siquiera ese viejito –¿mi abuelo José? ¿Qué hace ahí en Jenín, en ese infierno, mi abuelo José?–, ni siquiera ese viejito que se lleva las manos a la cabeza para cubrirse del horror. Quiero tomarlo por los hombros y apartarlo, quiero gritar, pero es tarde. ¿Siempre es tarde? La muerte, que no tiene después, siempre es antes. Y la sangre es el único río en que los seres humanos nos bañamos dos, doscientas, infinitas veces. Me miro al espejo y no sostengo la mirada del judío que me mira. Los ojos de mi abuelo José eran transparentes como la primera estrella. Pero su manera de titilar ahora es llanto.
2.
El área parece arrasada por un terremoto, con las casas destruidas y sus paredes dinamitadas por los tanques e incendiadas por los misiles, lanzados desde los helicópteros Apache en Hawashin, el corazón del campo de refugiados de Jenín. Bombardearon los colegios de Naciones Unidas, el centro de salud y también el de purificación de agua.
Mi abuelo José me contó que Moisés había sido tartamudo –«pesado de lengua»– y no me sorprende. Yo mismo lo he leído en su libro –«es el Libro de los Libros», me explicó mi abuelo–, y a ese Libro de los Libros lo leo en hebreo, idioma que me enseñó mi abuelo José. «Es la lengua de Dios –me dijo– y todo lo que dice es verdad». Fue una revelación. Era una escritura realmente tartamuda: letras y letras desunidas, blanco sobre negro, independientes unas de otras, pero todas juntas a coro para que a través de ellas, incluso a través del blanco que las separa, pueda expresarse Dios, un Dios tan terrible y, a la vez, tan generoso. Así está escrito, como los mismos judíos: dispersos, todos diferentes y todos judíos. Si esta lengua –«pesado de lengua»– es la voz de Dios y todo lo que dice es verdad, ¿cómo se escribe en hebreo la revelación de un verdadero crimen sin tartamudear? Mi abuelo José me mira desde el espejo, se vuelve hacia los fieles que lo rodean y estrecha sus manos. No son muchos –¿cincuenta, quinientos, mil palestinos?– , pero todos saben que suman seis millones… Todos ellos han estado en Auschwitz y saben muy bien qué es Jenín. Y a mi abuelo se le llenan los ojos de lágrimas. Después de 5.762 años, él no hace planes de futuro –«El año que viene en Jerusalem»– para discutir las diferencias entre un horno crematorio y un misil ni si seis millones de judíos son más que cincuenta, quinientos palestinos. Me acerco un poco más al espejo y me reconozco: sus lágrimas son mías.
3.
Abuanas, un empleado del Ministerio de Salud de la Autoridad Palestina, de 35 años, se ha quedado sin casa, sin ropa, sin futuro. Vio dos cosas que aun le dan ganas de vomitar. Una, un grupo de soldados israelíes disparando sobre la ingle de un joven palestino armado para después pasarle, aún vivo, un tanque por encima….
Ahora –¿aún estamos a tiempo?– me doy cuenta: pobre Moisés, ser portavoz de un Dios tan terrible como para pedirle a Abraham que demuestre su fe con una muerte, nada menos que la de su propio hijo (Génesis, 32), y tan generoso como para prometerle a una horda de esclavos muertos de hambre una tierra donde manan la leche y la miel (Éxodo, 3). Eso, toda esa locura lo volvió a Moisés «pesado de lengua», tanto es así que llegó a las puertas de la tierra prometida y no pudo alcanzarla. ¿No nos está pasando lo mismo? Intento explicarle todo esto a quien me mira desde el espejo, pero apenas tartamudeo, como si mi lengua, pesadísima, teclease. Estoy a punto de decirlo, lo tengo en la punta de la lengua, pero siempre, siempre la palabra es más lenta que una ejecución sumaria.
4.
La otra fue ver cómo los bulldozer israelíes abrían una trinchera, colocaban cuerpos en pleno centro del campo y los cubrían con tierra, aunque hoy la lluvia haya transformado esta fosa común en un lodazal.
Yo pertenezco al pueblo elegido por ese Dios tan terrible y tan generoso. Soy ateo, profunda, tranquila, apaciblemente ateo, pero hay veces en que querría que el dedo de Dios no me señalase. Finalmente, elijo ser elegido. De lo contrario, nunca hubiera sido el nieto de mi abuelo José. El Día del Perdón –del perdón, no del olvido–, en la sinagoga, él se cubría hasta la cabeza para que yo me refugiase bajo su manto sagrado cubierto de letras doradas y flecos sedosos. Al amparo de esa intimidad invulnerable –ni los alambres de púa de Auschwitz, ni la picana eléctrica de la ESMA, ni los bulldozer de Jenín podían con ella–, su dedo tembloroso seguía la lectura de las plegarias como quien sigue el curso de un inquietante río para que yo no me perdiese en aguas tan turbulentas, aunque siempre los destinos soñados eran los mismos: paz, sobre todo paz, y de paso, ¿por qué no?, también salud, comida, buena suerte. Y cuando era el momento de decir ”porque tú nos elegiste entre todos los pueblos”, mi abuelo José se reía, me daba un codazo y me decía al oído: «para golpearnos…» Y su dedo se detenía junto al inquietante río del versículo. Siempre hay que saber detenerse un instante antes de que la sangre llegue al inquietante río. Era ese instante en que sus ojos transparentes se humedecían, cerraba el libro y decía: «El año que viene en Jerusalem».
5.
Según Hend Alí Oes, una palestina de 50 años, un soldado tomó de los pelos a Rateb, su nieto de dos años, le puso una pistola en la cabeza y los intimó: ”Salgan todos o le disparo”. Cuando salieron, un misil incendió la casa y la familia se refugió, junto a otras 50 personas, en la casa de una vecina.
Muchas veces me pregunto: ¿en qué se parece un judío a otro judío? Hoy más que nunca lo tengo claro: en lo diferentes que son. Por eso, todas las mañanas, cuando me miro al espejo, veo que no soy el mismo y descubro al judío que soy. A veces me veo tan igual, que ni me reconozco y hasta me olvido de quién soy. Pero siempre hay alguien diferente a mí que se cruza por mi camino y me lo recuerda. Por lo general, soy yo mismo; a veces incluso es otro judío. Ahora, por ejemplo, Sharon me apunta con su dedo y no le tiembla el pulso.
–¡Antisemita! –le grita mi abuelo José– ¡Pogromchik!
Oigo su grito y entonces sí me reconozco, tranquilo, al lado de mi abuelo José, que suspira hondamente y, con los ojos húmedos, exclama: «El año que viene en Jerusalem», y se da vuelta hacia los otros fieles, y yo con él, y estrechamos la mano de todos, uno a uno: primero, por supuesto, mi padre, Arieh Leib, en cuyo silencio más profundo resuenan los nocturnos de Chopin; el señor Bercovich, plomero de manos duras y corazón tierno; mi tío Enrique, con el mismo traje gris con que fue rico y cayó en la pobreza; mi tío Manolo, comunista con un halo de noctámbulo y mujeriego; el infaltable peluquero Piatock; Isaías, el zapatero remendón que tenía una hija mogólica, y también el otro Isaías, ese que se acerca y nos dice: «Voy a crear nuevos cielos, una nueva tierra» (65:17)… Mi abuelo asiente satisfecho desde el espejo y sigue estrechando las manos de tantos, tantos profetas: Jeremías, Ezequiel, Oseas, Zacarías, el pastor Amós…
6.
Una bomba está incrustada en la puerta de la casa de Maha Shalabi. «No avance. Si abrimos la puerta, volamos todos, ¿Dónde voy a ir ahora?», pregunta esta estudiante de farmacia de 23 años.
– ¿Amós?–, me sorprendo– ¿Usted por acá?
– Sí –me contesta mi profeta preferido– Y ojo, que dos pecados ya perdoné, pero nunca un tercero (Amós, 1)…
Y yo me doy vuelta para preguntarle a mi abuelo José: «¿Ya he cometido el tercer pecado?», pero mi abuelo José no está a mi lado sino enfrente, y me mira desde el espejo y yo no puedo sostener su mirada. Soy otro. El bulldozer pasa por encima de un niño de Jenín y nada lo detiene, ni siquiera Amós, que se aleja de la sinagoga, siempre rumbo a Jerusalem, pero definitivamente abrazado a un puñado de palestinos – entre ellos él, yo, mi abuelo José…–, que son llevados al paredón cuyos ladrillos saltan por los aires y bañan de sangre el espejo. Nunca volveré a ser el que era. Un Dios terrible, hoy infinitamente más terrible que generoso, me ha señalado con el dedo. Y como es sabido que un judío habla hasta cuando sólo gesticula, lo miro de frente, –«panim el panim», leería mi abuelo en hebreo, «cara a cara», como Moisés hablaba con Dios – y, aunque tartamudée, no quiero callar: ¿El año que viene en Jerusalem ?
7.
”Sé que aquí hay un cadáver, además del de mi hermano Abderrahim, que sacamos ayer”, declara Huda al Farraj, de 23 años, mostrando una zona aplastada que hasta hace poco era su casa.
Sí, hay amores eternos en mi vida –mis hijas, la perra Shila («que en paz descanse»), el libro de oraciones de mi abuelo José («que en paz descanse»), la mujer de la que me enamoraré mañana, ese verso de Ungaretti («que en paz descanse»)–, y entre esos amores, Jerusalem (en hebreo, «ciudad de la paz»). No puedo dejar de creer que todos mis caminos –ESMA, exilios, El Masnou, regresos. clandestinidades, Auschwitz, huidas, combates, Jenín, derechos humanos– algún día culminarán en Jerusalem. En cualquier rincón del mundo, pero siempre en Jerusalem. Y entonces habré llegado, como buen judío, acaso para partir nuevamente. Un día le pregunté a mi abuelo José: «Si ahora estuvieras en Jerusalem, ¿seguirías diciendo “el año que viene en Jerusalem”?». Mi abuelo me miró sorprendido. Nunca se le había ocurrido, ni aun estando en Jerusalem, dejar de decir «el año que viene en Jerusalem». Mucho menos que a su nieto, este que soy yo frente al espejo, se le ocurriese una pregunta semejante. Siempre, siempre ha sido y será «el año que viene en Jerusalem». Sólo la muerte no sabe del año que viene en Jerusalem. Si todos los judíos se parecen en que son diferentes, ¿cómo un judío no va a soñar un mundo diferente, donde haya lugar para todos y todos se parezcan en eso: en que son diferentes? Y no tartamudeo al decirlo: «el año que viene en Jerusalem».
8.
Cuando la joven empezó a cavar con una pala y la ayuda de cinco familiares, un olor nauseabundo empezó a salir de los escombros, entre la ropa y los cristales rotos.
Y mi abuelo José sigue estrechando la mano de todos. «El principio teológico judío central, no formulado, no dogmático, sino que subyace y cohesiona toda doctrina y profecía, es la creencia en la participación humana en la obra de redención del mundo», le dice Martín Buber. Y mi abuelo, aunque no sabe qué significa la palabra «teología» ni «doctrina» ni «redención», me codea para que lo escuche atentamente y estreche su mano. Y saludo a Baruj Spinoza, Henrich Heine, Franz Rosenzweig, Gershom Scholem, Leo Löwenthal, Franz Kafka, Shalom Aleijem, Itzjak Babel, Gustav Landauer, Carlos Marx, Albert Einstein, Sigmund Freud, Ernst Bloch, Erich Fromm… «¿Maimónides por acá? ¿Pero usted no escribía en árabe?», pregunta el tesorero de la sinagoga, un falso cabalista que sólo contabiliza letras en hebreo. «¿Y yo no escribo en idish?», interviene Isaac Bathevis Singer. «¿Y yo no en italiano?» sonríe Primo Levi, a un paso del suicidio. «¿Y yo no con novias y violinistas que sobrevuelan los tejados del mundo?», protesta Marc Chagall.
9.
Poco a poco van saliendo ancianos, con las manos en alto, madres con bebés que ven la luz del día por primera vez en once días, y miran las pilas de basura, esa geografía de demolición y ruinas, como sonámbulos. Amal carga en sus brazos a su hijo de siete meses; el de cuatro años ayuda en la mudanza forzada.
Pero Walter Benjamin advierte a tiempo: «Articular históricamente el pasado no significa articularlo como realmente ha sido. Significa adueñarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un momento de peligro». Mi abuelo palidece. ¿Un momento de peligro? ¿Otro pogrom? ¿Auschwitz? ¿La ESMA? ¿Kosovo? ¿Bosnia? ¿Jenín?… .
–¡Cuidado! ¡Abajo de la bota hay una muchacha! –advierte mi abuelo– ¡Abajo del bulldozer hay un colegio!
Y mi abuelo me abraza para protegerme de mí mismo. Un muchacho de la Intifada, que soy yo, recoge una piedra y la arroja. El espejo relampaguea y salta en pedazos, como letras sagradas, escritas a sangre y fuego en el vértigo de la historia. Y tartamudeo, claro que tartamudeo, pero hablo.
10.
A las dos de la tarde, los soldados israelíes y sus tanques regresaron a Jenín y volvieron a imponer el toque de queda.
Mi abuelo se cubre de los tanques con el manto sagrado y yo busco la tibieza que anida en su «kefiah». El muchachito que arrojó la piedra me lleva por las calles de la capital del Estado Palestino y del Estado de Israel y me dice: «El año que viene en Jerusalem». Mi abuelo José asiente. Sus ojos brillan transparentes como la primera estrella. Me reconozco en su esplendor, que cubre al mundo. Las alambradas de Auschwitz han desaparecido. Los desaparecidos de la ESMA se acercan a la luz y en ella se refugian. Los refugiados de Jenín recogen las piedras y reconstruyen sus casas. Volvamos a la tierra prometida, volvamos al mundo. «Anoche tuve un sueño y no sé qué significa», le dice el Faraón de Egipto a José, sí, a mi abuelo José. Él sabe mucho de sueños y le explica. Pero Sharón no entiende de sueños. Lanza sus bulldozers encima de la horda de esclavos, pero el Mar Rojo sabe quién pasa y quiénes no pasarán. Mi abuelo sigue con su dedo el inquietante río de la plegaria. Al final del versículo hay una tierra donde mana la leche y la miel. ¿Quién, por Dios, quién no lo entiende?