Acababa de citar a Homero Alsina Thevenet (de quien hablé el domingo y lunes a la madrugada por radio La Tribu) y Guillermo Villalobos y Oscar Cuervo me remitieron este texto de él que no estaba en la red), con un extenso comentario introductorio. HAT ya había hecho objeto de sus ironías al joven Lanata en tumultuosas asambleas de la revista El Porteño, ante sus pretensiones (nunca satisfechas) de convertirse en el director indiscutido de la publicación cuando entonces no era mas que miembro de un consejo de redacción plural y carecía de mayores méritos pues anteriormente solo había sido el segundo de Eduardo Aliverti en Radio Belgrano. En su crítica, HAT no alcanzó a enterarse que Lanata había sido demandado por plagiario por una historiadora rosarina ya que había incluido muchas páginas –si mal no recuerdo, unas dieciséis– de una publicación suya sin citarla.
«En este libro que explica el narcisismo habría sido útil que Lanata aplicara una autocrítica más rigurosa»
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H.A.T. por Sabat |
La otra
8 de febrero de 2012
Nota del editor: Homero Alsina Thevenet (HAT) fue un periodista uruguayo de un estilo muy distinto al de Jorge Lanata. Generaciones distintas, formaciones distintas, diferentes éticas. El domingo pasado en nuestra charla con el Pájaro Salinas hablábamos de los periodistas que ha conocido a lo largo de su trayectoria, hablamos de Lanata y se me ocurrió preguntarle si había conocido a HAT. «¡Un crack!» me dijo inmediatamente el Pájaro. Nos contó anécdotas de la redacción de la revista El Porteño donde esas dos éticas periodísticas (la de HAT y la de Lanata) quedaban en evidencia. En cuestión de horas voy a subir el audio del programa íntegro y ahí podrán escuchar las divertidas anécdotas del Pájaro. En un momento del programa Salinas nos dijo que HAT había escrito una nota sobre Lanata que él venía buscando desde hace tiempo pero le resultaba inhallable. Con ironía implacable el uruguayo comentaba los libros de Lanata sobre historia argentina. Entonces me acordé de los cuatro enormes tomos en los que Fernando Martín Peña, Elvio Gandolfo y Alvaro Buela compilaron miles de artículos de HAT nunca antes publicados en libros, Homero Alsina Thevenet. Obras Incompletas (Buenos Aires, 2010), editados por el Festival de Cine de Mar del Plata y el INCAA. Le dije al Pájaro que creía que ahí estaba la nota de HAT sobre Lanata. Fui a revisar el tomo III y efectivamente ahí estaba. A los que no conocen la escritura de HAT les puedo asegurar que el resto de las miles de notas son tan buenas como esta:
Jorge Lanata y los defectos de los argentinos
H.A.T.
En su primera línea, Lanata se confiesa: «Hace años que este libro me escribe». Sufrió contratiempos durante estos años. Dice que tuvo que escribir otros dos libros, que se llamaron Argentinos Uno y Argentinos Dos, para acercarse al tema. Después cambió el título DNI (o sea Documento Nacional de Identidad) por este ADN, que se ofrece como «mapa genético de los defectos argentinos», según el subtítulo, pero que aspira a mucho más. Quien haya tolerado sus 318 páginas deducirá que el sueño de Lanata ha sido crear la Gran Enciclopedia Argentina, abarcando historia y literatura, con algo de bueno y mucho de malo, con acopio de centenares de páginas ajenas y a menudo con ingenio: «¿En qué se diferencia un argentino de un terrorista? En que el terrorista tiene simpatizantes» (p. 161).
DEMASIADA PROSA. Pero hay que llegar a la página 120 para encontrar el primer defecto argentino de la lista, que es el narcisismo. Gracias al laborioso equipo de lectura, eso viene completo, con dos páginas sobre mitología griega y la debida figuración de Narciso, Liríope, Tiresias, Némesis, la ninfa Eco y la mención incidental de Freud, Adler y Jung, tres pensadores que se ocuparon de los complejos personales. Cien páginas previas a Narciso aparecen cubiertas por la erudición derramada sobre Lanata por su laborioso equipo de lectura, que primero explica la química del ADN y después plantea y discute los problemas de la identidad, lo cual se estira a ocho inútiles páginas sobre la evolución política, social y religiosa de los Estados Unidos (p. 51). Más cerca del tema, Lanata empieza por dudar que exista una identidad argentina, en la que se incluyan los pescadores de Península Valdés o las maestras de Formosa (p. 15), así como otras zonas, profesiones y vocaciones muy distintas. Del hecho el autor se propone preguntas que nadie sabría contestar, porque sólo con aproximaciones alguien podría definir una identidad inglesa, francesa, argentina, alemana o coreana. La gente es muy variada y las generalizaciones tienen siempre un enorme margen de error.
Lanata lo sabe, pero el plan enciclopédico y su laborioso equipo de lectura le permiten lucirse, viajando por el pensamiento universal. Juega de culto cuando dedica ocho excesivas páginas a una biografía de Manuel Dorrego (1787-1828) o cuando repite frases de pensadores argentinos como Joaquín V. González, Juan Bautista Alberdi, José Ingenieros, Carlos O. Bunge, Esteban Echeverría, Jorge Luis Borges, Eduardo Mallea, Julio Mafud, Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche, Leopoldo Lugones, Víctor Massuh o Tomás Eloy Martínez, entre otros compatriotas citados, más una bibliografía final que abarca ocho páginas. También es muy extensa la lista de escritores extranjeros que convoca, lista que da a Lanata un exagerado prestigio de cultura internacional. Esa otra nómina comprende a Ernest Renán, Bertrand Russell, David Hume, José Ortega y Gasset, Voltaire, Miguel de Unamuno, Francisco Quevedo, Rudyard Kipling, Vicente Blasco Ibáñez, Primo Levi. No se trata desde luego de que esos pensadores hayan escrito sobre Argentina. Se trata de que sus ideas y frases puedan ser utilizadas como apoyo para las ideas y frases de Lanata. Así el llamado «entreguismo» del argentino al poder extanjero imperial aparece analizado con el ejemplo de Gunga Din, el aguatero de la India que quería ser inglés, según el relato de Rudyard Kipling que George Stevens dirigió en cine en 1939. Aquí Lanata mete mano a la erudición rápida, señalando que el guión de esta película era de William Faulkner, dato mal leído en alguna biografía del escritor norteamericano. La verdad es que Faulkner tuvo en 1939 una mínima intervención, sin crédito oficial alguno, en una adaptación de Kipling que tres años después reescribieron Ben hetch, Charles MacArthur, Fred Guiol y Joel Sayre, quienes figuran como libretistas en los créditos de Gunga Din, donde Faulkner no está. El laborioso equipo de lectores para Lanata no llegó a tanta erudición cinematográfica, pero a él le pareció lustroso mencionar a Faulkner en la metáfora que él llama «Complejo Gunga Din», donde quema como traidores apátridas a Julio Roca (h), Ezequiel Martínez Estrada, los Alsogaray, Martínez de Hoz, los Anchorena, Carlos Menem y otros «entreguistas filosóficos» como Sarmiento, Bunge, González Rivadavia y Pellegrini (p. 138).
ALGO ÚTIL. La erudición del laborioso equipo asesor, que ha leído y buscado mucho, ha servido a Lanata en algunas páginas. Señala que el mismo nombre Argentina deriva de argentum, que significa plata, pero el país nunca tuvo minas de plata y el Río de la Plata tiene el nombre equivocado. Más útil que esa paradoja es un capítulo que titula «Inventos Argentinos», donde procura desinflar algunas jactancias nacionales, especialmente las porteñas. El examen de tales presuntos inventos argentinos abarca la clasificación de huellas dactilares, el «colectivo», el bolígrafo o «birome», la calle más larga (Rivadavia) o más ancha (9 de julio), la yerba mate, la taba, el dulce de leche, las empanadas y la cédula de identidad. En cada caso hay antecedentes extranjeros y los argentinos no deberían jactarse de lo que inventaron otros. En cambio, parecen haber sido argentinos los inventos de ciertos útiles de tortura como la «picana eléctrica» y el «tacho», aplicados por el truculento comisario Polo Lugones, quien también persiguió a su padre Leopoldo Lugones y lo empujó al suicidio, según averiguación de Lanata o de su laborioso equipo asesor (p. 184). Esa erudición sirvió también para enumerar los 17 apellidos ilustres que integraron las clases altas argentinas durante dos siglos. Los encuentra en un libro de Diana Hernando Ling que se titula Linajes y política (p. 39) y que está omitido en las ocho páginas finales de bibliografía utilizada. Para la Gran Enciclopedia Argentina que soñó el autor, los grandes nombres del «mapa del poder» tenían que estar.
A esa soñada enciclopedia le sobran citas entre comillas y le sobra prosa de Lanata. Es sólo una acumulación a la que faltan un orden, una coherencia, un índice, que la asemejen a la Británica y a otros modelos del género. En este libro que explica el narcisismo habría sido útil que Lanata aplicara una autocrítica más rigurosa. Con su vasta experiencia en diarios, revistas, televisión y hasta cine, el autor sabe que lectores y espectadores son convencidos más fácilmente por los datos concretos que por las generalizaciones. Pero no lo aplica. En página 273 enumera los motivos que habrían llevado al país a «un abismo» y menciona, con toda razón, la corrupción, el mal uso de los fondos oficiales y el descrédito de la justicia. Habría ganado convicción ilustrando la idea con nombres propios elegidos en los diez años del gobierno Menem. Allí están los jerarcas como Granillo Ocampo y Oscar Camillión, que cada mes cobraban sobresueldos ilegales de treinta mil dólares, sin comprobante. Allí pudo mencionar a la procesada María Julia Alsogaray (que está presa). a Matilde Menéndez y a otros ex directivos de asistencia social del PAMI. En cuanto a la justicia, le sobrarían ejemplos con el caso Cabezas, la Embajada de Israel, la AMIA, la inoperancia de jueces y fiscales frente a los sobornos del Senado y frente al crimen de García Belsunce. Esos son los derivados de los «defectos argentinos» que Lanata debía documentar, porque conoce muy bien esos materiales y ha escrito al respecto. Pero en este último plan de ADN («hace años que este libro me escribe»), estaba empeñado en superar al periodista que ya fue y convertirse en el historiador y el ensayista. Ese nuevo Lanata olvida la útil concisión y se estira a las citas y a las 320 páginas, para dar cabida a los muchos cuadernos de apuntes que le brindó su laborioso equipo. Hay un toque de Narciso en ese error de plan.