Aristarain se especializó desde su primera película en gambetear la censura del Ente de Calificación Cinematográfico, de manera que en “La parte del león” (1979) se las ingenió para mostrar un delincuente más o menos simpático aunque psicopático (un requisito específico de aquellos tiempos, junto con escenas que aludieran o en las que se consumieran drogas, o mostrar policías uniformados).
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Al filme lo costeó con el aporte de tres abogados, con lo que redujo el costo promedio de una película de aquel entonces a un tercio. Así, pudo hacer su ópera prima, después de un laborioso ascenso desde fines de los sesenta, que incluyó ser asistente de dirección de Sergio Leone.
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Para cuando hizo “Tiempo de revancha” en 1981, se permitió muchas más transgresiones: desde un Falcon verde arrojan el cadáver de un tipo asesinado por los esbirros de una multinacional, un sindicalista que ha blanqueado su currículum para borrar las huellas de su pasado político, ingresa a la Tulsaco (clara alusión a la Texaco), el protagonista le tiende una trampa a manera de venganza a la corporación, y ni siquiera se queda con los millones del juicio que le ganará, sino que encontrará su recompensa en el freno que la justicia le pondrá a las inversiones, todas hechas al amparo de amaños con el poder.
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Contar esta historia en 1981 era impensable, y por eso, la comisión que la aprobó, puso de cabeza la película. Pícaro, su productor, Héctor Olivera, la presentó al Ente tres días antes del estreno, con la publicidad ya lanzada, previendo que, si se la censurara, podría ocurrir un escándalo..
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No solo no se la censuró, sino que lo felicitaron por su producto. La historia de cómo un tipo consigue vencer a toda una corporación, contada con algún disimulo para no volver evidente el trasfondo ideológico, fue aclamada por sus censores, y después, por el público.
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El cine, y en principio, la literatura negra, permiten estas cosas: mostrar las entrañas de la sociedad capitalista, su mugre, los resortes del poder, conservando su integridad artística sin convertirse en un panfleto.
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Pero “Tiempo de revancha” es tan sutil y al mismo tiempo tan explícita que, aprovechando que su protagonista debe probarse si podrá aguantar una ficticia mudez, se apaga un cigarrillo en el brazo, es decir, alude a una tortura que en ese momento era usual a unas cuadras de los cines donde se la exhibe.
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Y por supuesto, su escena final, una de las imágenes más antológicas del cine nacional, nos dice claramente “de ahora en más, luego de exponer la mugre, el único silencio posible es cortarse la lengua, enmudecer”, algo que, con o sin exposición, venimos haciendo los argentinos desde entonces, porque la colonia requiere del silencio, la mentira y la complicidad.
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Después, al año siguiente, y ya en medio de la guerra, estrena “Últimos días de la víctima” para reincidir en la novela negra, esta vez de la mano de José Pablo Feinmann, donde la trama de poder, muerte e impunidad se vuelve más explícita.
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Aristarain siempre fue un anarquista que hizo sus concesiones a la industria con dignidad. Las mejores películas de la “saga del amor”, hechas en los setenta, son las suyas, y hasta se permite homenajear al cine negro con un detective que compone Tincho Zabala que se llama Guillermo Beaudine; también, estuvo en la producción de la infame “La fiesta de todos”, cumpliendo una función logística, porque los pesos que habrá sacado por eso los habrá invertido en “La parte del león” que estrenó ese mismo año.
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Después, obsesivamente, y desde un punto de reflexión un poco ciego, determinado por algunas coordenadas de la izquierda, se repitió en varias películas, algunas extraordinarias y otras fallidas, pero haciéndolo siempre con una enorme honestidad.
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El pequeño burgués que quema la cosecha en “Un lugar en el mundo” no se puede poner en los zapatos de los pequeños propietarios y peones ahogados por el gran capital y por la rapiña de una multinacional que quiere sus tierras, pero es un poco como él mismo, un cabeza dura que persiste en sus posiciones, aunque se equivoque.
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Y luego está su obsesión con el exilio y con el cíclico fracaso del país. En «Martín Hache» le advierte a su hijo “vas a creer que esta vez sí, vas a querer volver, te vas a entusiasmar, pero no será así”. La mala cita que estoy trayendo a la memoria es la perspectiva de un emigrante que se fue pero que seguramente sigue con esa tentación de volver, siempre con un ojo pegado al país que lo vio nacer.
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Vuelve a un anarquismo romántico con “La ley de la frontera”, que además es un western, y luego, cada historia es una de desarraigo y fracaso.
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Nunca lo había escuchado definirse tan explícita y radicalmente como hizo ahora, mientras los beneficiados por los fondos de los institutos amenazados por Milei, se pavonean con marchas convocadas con una X en el medio. Como si toda la elocuencia necesaria para su arte enmudeciera, dramaturgos, actores, escritores, cierran el culo y este hombre, que podría mirar para otro lado, soporta una citación del farabute de Stornelli.
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En una línea del abogado de la multinacional Tulsaco, García Brown, encarnado por Arturo Maly, se resume lo que aquí ha pasado «Don Guido (el CEO de la empresa) no pierde, un vasco cabeza dura no puede cambiar las cosas». Aristararin comenta que por la contraria, millones de cabezas duras sí pueden cambiarlas.
Aristarain no gana nada a esta altura de su vida con este incidente. Si lo hace, y de un modo tan explícito para alguien que no se distinguió por entrevistas encendidas, es porque el desastre, el golpe, más o menos blando, es evidente.
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No es un tipo identificado con el kirchnerismo, por lo que tampoco generará una corriente de simpatía por allí, sino más bien, una molestia por exponer lo que estos monitos son incapaces de decir, tampoco es un columnista asiduo en algún medio. Simplemente consideró que tenía que recoger la otra mitad de la lengua cortada y decir con pelos y señales lo que está pasando.