FUERZA BRUTA, por Miguel Nuñez
Fuerza Bruta eran ellos
No miro televisión. A menos que juegue Racing. Leo. Antes leía los diarios en papel y tomaba mate. Ahora leo las noticias por internet mientras tomo mate. Hace unos años la vi a Lilita comiendo con Mirtha en la televisión. Lilita le decía a Mirtha que los funerales de Néstor habían sido organizados por Fuerza Bruta, una compañía teatral que el gobierno anterior contrató para las celebraciones del Bicentenario. Como dos mil artistas participaron en los festejos de los 200 años de la Patria. Desfilaron los soldados de Malvinas cargando cruces en sus espaldas. Las Madres de Plaza de Mayo haciendo su ronda habitual de cada jueves. Una joven representó a la República. Sujetada por un arnés, colgada de un cable que pendía de una grúa, sobrevolaba haciendo acrobacias a la altura de la cúspide de los edificios. Llevaba un vestido blanco y una capa celeste, y cuando abría los brazos parecía la bandera argentina. Recuerdo el día que vino el Jefe de los Granaderos a pedirme una bandera argentina, nueva, para poner en el mástil de la plaza Colón, atrás de la Casa Rosada, donde ahora está el monumento a Juana Azurduy. Salí para fijarme. Tendía una tela descolorida, un colgajo deshilachado, jirones de un símbolo. Conseguí unas banderas nuevas, gigantes. Cuando llegaron me invitaron al primer izamiento. No fui. Cada mañana la veía ondear en lo más alto del fuste. En cualquier dirección que soplara el viento. Pero no me gustaba el celeste de las banderas nuevas. Era un poco oscuro y brillante. Para mí, el celeste puede ser claro u oscuro, como cualquier otro color. Pero Grace me decía que estaba bien, que así era el color de la bandera. Grace es mujer, y tiene una paleta de colores mucho más amplia que la mia. Ella conoce desde el azul celeste, hasta el celeste verdoso. Brillante, luminosa, clara, resplandeciente, Celeste era una diosa púnica a la que los griegos llamaron Urania. Es un nombre femenino. Pero a los bebés varones de los viste de celeste. Y a las bebas de rosa. Aunque no siempre fue así. Galileo Galilei llamó a su primera hija Celeste, por la devoción que tenía por la Virgen María y la astronomía, por lo celestial. La joven murió muy temprano por causa de la disentería. Lo mismo me pasa con la camiseta de Racing. No me gusta este celeste oscuro que tiene ahora. Me gustaba el celeste claro del 2014, la última vez que salimos campeones. Una mañana el viento soplaba del río y la bandera nueva flameaba imponente. Le pregunté a Néstor si le gustaba. Se quedó mirando sin contestar, probablemente más preocupado por los sacudones del helicóptero que estaba por aterrizar. Entrábamos por el lado del río, con viento de cola, planeando sobre Puerto Madero. A medida que se acercaba a la pista, que desde el aire se veía demasiado pequeña, los motores bramaban y el aparato tiritaba como si estuviera a punto de desarmarse. A Néstor no le gustaban los helicópteros. A mí tampoco. Pero estábamos acostumbrados a esa rutina. A Daniel sí le gustaban los helicópteros. Disfrutaba de esos viajes. Una noche volvíamos con Daniel a la ciudad atravesando la pampa húmeda en helicóptero. Llovía y el agua entraba por un agujero en el techo, justo debajo del mástil del rotor de las palas. Las gotas me caían en la cara, resbalan por la piel, y se metían por debajo del cuello de la camisa. Cada tanto me secaba la frente con la manga del saco. Nunca usé pañuelo tampoco. Por lo menos desde la época en que mi madre ponía uno en el bolsillo del guardapolvo cuando salía para la escuela. Tampoco uso paraguas. Me los olvido en cualquier lugar y los pierdo. Cuando llueve me mojo. Así que esa noche iba mojándome adentro del helicóptero cuando de repente el aparato pegó un cimbronazo. Los pilotos empezaron a hablar entre ellos. Estaba sentado justo detrás y muy cerca, pero el ruido del motor no me dejaba escucharlos. Daniel saltó disparado del asiento. Se metió entre los dos. Conversaron un momento. Y me sequé otra vez el rostro. Cuando volvió a sentarse a mi lado, Daniel dijo que no pasaba nada, que se había plantado un motor, pero que había otro. Le pregunté si el otro motor funcionaba. Si no funciona nos caemos, me dijo. Y nos reímos a carcajadas. Volando en plena noche, en medio del campo, a miles de metros del suelo, con un motor roto, y mojándome adentro del helicóptero, pensaba que Grace se iba a enojar cuando me viera llegar tan tarde, sin cenar, empapado, y cansado. Que así era como después me enfermaba. La joven que representaba la República volaba como vuelan los pájaros contra el viento. Cuando bajamos, y antes de subir al auto, Néstor se volvió para ver por un instante la bandera flotando en el viento. Se quedó como quien se queda mirando crepitar el fuego. Aquel día en la televisión, Mirtha insinuó que el cuerpo de Néstor no estaba en el cajón. Después de su muerte, en cada acto que hablaba Cristina, volvían a repetir, una y otra vez, la leyenda negra de Fuerza Bruta. El otro día volví a pasar por la Plaza de Mayo. Cientos de personas acampaban reclamando trabajo con salarios dignos. Entré en bar a tomar un café. En la televisión el Presidente hablaba de la pobreza. En estos pocos meses de gobierno hay dos millones de nuevos pobres. Ahora sabemos cuál es la realidad, dijo el Presidente. En la Plaza Colón la bandera no flameaba. No había viento. Ni nada. El Presidente había prometido el mejor equipo de los últimos 50 años. Durante un largo período habían interpretado un papel secundario. Ahora, Fuerza Bruta estaba en el gobierno.