«MI ÚNICO GOL», el último cuento de Luis Salinas
Soy el más grande, a mi derecha Luis, y a la derecha de él, Pablo, mis hermanos, ambos fallecidos. Falta Víctor, el menor, que por suerte goza de muy buena salud. JS
Hace un mes murió mi hermano Luis, el escritor de la familia. Desde que el día de su cumpleaños (28 de julio, Luis nació el mismo día que el comandante Hugo Chávez) me confirmó que tenía cáncer hasta que expiró (el 8 de octubre, como el Che) pasaron apenas setenta días, lapso en el que jamás perdió su proverbial entereza. En este último, breve tramo de su vida, Luis comenzó a escribir una «Autobiografía estrictamente desautorizada» a la que le puso de título «Historia del niño que se perdía en el diccionario». Consciente de que probablemente tuviera muy poca vida por delante, me informó que pensaba reducirla a unas veinte páginas. La rapidez del desenlace solo le permitió escribir seis, que imprimió el mismo en su casa (en azul, porque se había quedado sin cartucho negro) y me las dio en la mano mientras hacia votos para poder terminarla.
Este texto fue leído en oportunidad de dejarse sus restos en el crematorio de La Chacarita por Inés Cabrera, vecina y compañera de juegos de nuestra infancia, lo más parecido a la hermana que no tuvimos. Mientras Inés lo leía, el capataz de los ¿cremeros? decidió acelerar el trámite, salió un gancho del piso del talud donde reposaba el cajón, lo enganchó y comenzó a llevarlo hacia el módico averno industrial del cementerio. Los presentes, con Eduardo Jozami a la cabeza, lograron rescatarlo, lo que permitió dar término a la lectura. El episodio hubiera divertido a Luis, a quien el sentido del humor acompañó hasta el fin.
También le gustaría que este texto póstumo e inédito les provoque alguna sonrisa. Que su recuerdo no quede asociado a la tristeza.
Va una foto de Luis niño, poco antes de que convirtiera este fantástico gol. Y, a continuación, el texto.
Mi único gol
Acabo de cumplir 53, coronita es. Nací en San Fernando, Provincia de Buenos Aires, en invierno y a las 2 de la tarde, dicen que dormido. Todos los presentes –enfermeras, partera, médico y parientes, incluida mi mamá– se alegraron de verme tan tranquilo y se fueron a dormir la siesta. Era el 28 de julio de 1954. Según el horóscopo chino, los que nacimos ese año somos (todos, en todo el planeta) “caballos de madera”. Los compañeros de la primaria con los que alguna vez jugué al fútbol decían que, al menos en mi caso, los chinos tenían razón.
O no estaba tan dormido como parecía; estaba sorprendido por lo poco que alcanzaba a ver del mundo y deseaba que me dejaron solo para poder reflexionar en eso. Voy a aclarar, por el bien de ustedes, que ésta actitud es un error, pero es un error que seguí cometiendo durante toda mi vida, hasta hoy. Me refiero a lo de ponerse a pensar sesudamente en cómo son las cosas y por qué son así, apenas uno las ve, en lugar de escuchar primero un poco a quienes ya saben algo del tema. En este caso, intuía que “mundo” era todo, pero sobre todo lo que estaba del otro lado de la ventana.
Desde mi moisés se veía sólo un poco de cielo azul y las puntas pintadas de una gran cantidad de palos largos, todos bailando de continuo, pero no en la misma dirección ni al mismo ritmo. En el techo de la misma habitación se veía una serie de hermosos reflejos verdes también en movimiento, que arrojaban chispazos más claros allí donde se cruzaban.
En conjunto, el mundo parecía un lugar sereno y divertido, aunque un poco inestable. Los reflejos era los del agua del canal de San Fernando, y los palos bailarines, las puntas de los mástiles de los yatecitos amarrados.
Alguno de ustedes lo sabrán: las aguas del canal no son verdes en absoluto; son marrones-rojizas, como las del Río de la Plata y todo el delta del Paraná. No sé por que se veían así: quizá tomaran el color de los toldos.
Por supuesto que hay una multitud de personas, muchas más que las que fingen creerme opinan que es imposible que recuerde estas cosas. Es verdad. Si yo hubiera tenido la sensatez de unirme a los que ya sabían, seguramente no las recordaría.
La clínica era un lugar muy tranquilo. La dirigía el Dr. Vago, que a pesar de su apellido a Mamá le merecía absoluta confianza, tanta que fue nuestro “médico de familia” durante muchos años. Había otra opción que verdaderamente era familia: mi propio abuelo, de quien ya hablaré. Por ahora alcanza con decir que todos queríamos a Vago al frente de los tratamientos.
Cuando me llevaron de la clínica a mi casa descubrí que ya había un bebé allí; mi hermano Juan, de un año y cuatro meses. Hasta ese día, Juan no había dicho ni media palabra, pero apenas me vio, se sentó a la mesa con los adultos y se puso a hablar de corrido. Mi papá no estaba; era marinero y cuando nací andaba de viaje exactamente del otro lado del mundo, en Japón. Llegó dos meses después y preguntó quién era yo.
Juan se me adelantó:
–Es Luis –le dijo– se hace caca encima.
–¡Habla!– se sorprendió mi papá. Yo no había abierto la boca, así que me di cuenta de que se refería a Juan, que todavía usaba pañales. Eso me ofendió y decidí volverme un niño huraño y retraído por la injusticia que se había cometido conmigo, y luego callar para siempre.
Aprendí en silencio durante tres años. Cuando sentí que estaba listo, nació mi hermano Pablo. Papá estaba de viaje, creo que por África. Cuando trajeron a Pablo a casa, Juan me llamó a un rincón y me dijo:
–Ya somos demasiados. Tenemos que elegir un jefe. No vale votar por uno mismo. ¿Vos, por quién votás?
–Por vos– dije yo, que era tierno e inocente– ¿Y vos?
–Yo voto en blanco –dijo Juan–, así que gané por un voto.
Después llegó nuestro papá y preguntó quién era ese bebé.
–Es nuestro hermano Pablo – explicó Juan. –¿No parece una morcilla? Todos somos de San Lorenzo de Almagro, y yo soy el jefe.
Aunque ya sabía hablar bastante bien, no me dio tiempo a decir nada. Todavía no sabía de qué cuadro quería ser, el bebé no me parecía una morcilla, y mirándolo con el rabillo del ojo pude notar que la comparación no le había gustado.
Ese año, mi mamá mandó a Juan al jardín de infantes. El jardín en que lo anotó estaba al lado de una iglesia. La iglesia tenía como 350 años de construida y a los tres días de llegar mi hermano, una enorme puerta de hierro forjado que había estado ahí desde el principio y pesaba dos mil kilos se desprendió de los goznes, cayó, y al hacerlo le rozó la cabeza. Le hizo una cicatriz que todavía conserva, justo en el medio del remolino del pelo. En las fiestas, cuando ya no tiene tema de conversación y me toca hablar a mi, muestra esa cicatriz y habla de la puerta de cuatro siglos y dos toneladas que se le cayó encima.
Yo no quise ir al jardín porque me pareció un lugar muy peligroso, pero ese mismo año me resbalé en la bañera y me rompí la cabeza, por lo que también tengo una cicatriz en el remolino. Pero no tuvo el mismo éxito que la de mi hermano.
Como no fui al jardín de infantes y Juan ya estaba en primer grado, aprendí a leer como lo había hecho a hablar: a solas. Y solo para no ser menos. Aprendí sobre todo leyendo los carteles de los negocios mientras hacía las compras con mi mamá. La primera letra que aprendí fue la “F”, porque había y hay un montón de nombres de negocios que empiezan con ella: fiambrerías, ferreterías, fábricas de diferentes cosas, farmacias. La “F” me pareció una letra más bien desilusionada, con algo de suspiro o cosa que se desinfla.
Enseguida aprendí la “p”, por las panaderías, pastelerías, pizzerías. La “P” me pareció una letra rica. En la calle es tan fácil leer en una dirección como en otra porque muchos carteles son verticales. Muy pronto comprobé que, leídos al revés, muchos nombres de negocios sonaban parecidos: airezziP, airerotniT, airedanaP, y así. Cuando por fin entré en primero, leía de derecha a izquierda todavía más rápido que de izquierda a derecha, y como mis compañeros no leían en ninguna de las dos direcciones, mientras la maestra se empeñaba a enseñarles a hacerlo del principio al final, yo les enseñaba del fin al principio. Los chicos que tenían que dar la lección, se levantaban con el libro abierto por la mitad y decían:
–Rodemoc la alas al ed aesap es ajnaran al. La maestra se convencía cada vez más de que ese año le había tocado un grupo de extraterrestres. Cuando más asustada parecía, me levantaba yo y le gritaba:
–¡Rodenet noc ematam, ollihcuc noc setam em on!– y ella salía corriendo y se encerraba en la Dirección.
Antes de terminar el año, gastamos del todo a esa maestra y se jubiló. Al siguiente nos mandaron a una suplente muy joven que se llamaba Carlota. Era pelirroja, pequeña, rellenita, con pecas, dos colitas en el pelo y olía. Detectó enseguida que el problema de ese grado era yo, y decidió darme clases particulares en su casa. La primera vez que fui, descubrí que su olor era el de su hogar: en el frente, sus papás tenían una tienda de hierbas medicinales, una herboristería. La hierba que huele mejor y más fuerte es la manzanilla, y a eso, con toques y matices de otras plantas, olía todo el lugar y cada uno de los miembros de su familia, incluso el gato. Apenas vi ese frente, leí airetsirobreh (estaba pintado en dorado sobre el mismo cristal) y Carlota, que había estado viendo la vidriera de adentro desde la infancia, comprendió de inmediato nuestro idioma secreto. Pero yo estaba enamorado, y decidí fingir que no sabía leer ni una letra; así que pasé casi toda la primera mitad de segundo grado yendo dos veces por semana a la tienda de hierbas y aprendiendo lecturas que decían cosas como:
Elsa se asea. Sale de paseo, pasa por casa y dice:
-¿Paseas, Esaú?
-Espera que la salsa espese, Elsa.
Las tonterías de mi libro de lectura me convencieron de que la gente hacía cosas parecidas a su nombre, y siguiendo ese modelo redacté mi primera composición. Decía así:
Carlota trota. Toca a mi puerta y le convido torta:
-¿Pruebas mi torta, Carlota?
-No, si no te importa. La torta engorda y acorta.
Le mostré mi obra con orgullo y ella se echó a llorar y no quiso volver a dirigirme la palabra: había hecho régimen y gimnasia toda la vida, era bajita, y creyó que le estaba tomando el pelo. Mi primer amor tuvo así un final brusco y desdichado, y de todas maneras ya no podía seguir fingiendo que era analfabeto.
Al año siguiente mi mamá nos cambió a un colegio de curas salesianos en el que el fútbol era casi más importante que las matemáticas. Yo era pésimo en matemáticas, y peor en fútbol. Mi hermano mayor también era bastante tronco, pero ideó una estrategia: con una camarita que le habían regalado, tomaba goles y buenas jugadas de los partidos del campeonato, las pegaba en un cuaderno y redactaba breves crónicas de cada encuentro. Y hacía circular el cuaderno alquilándolo por día u horas a cambio de unas monedas. Juan llegó a ser considerado un jugador más o menos bueno porque sus notas eran justicieras excepto cuando se referían a partidos que él mismo había jugado: en esos casos ponía por las nubes a su equipo, y por los suelos al contrario. Como no podía sacar fotos de esos encuentros –no le prestaba la camarita a nadie– las remplazaba por calcos hechos de fotos de revistas deportivas, cambiándole los colores a las camisetas. Nadie podía recordar secuencias idénticas en el partido que se estaba comentando, pero los jugadores profesionales lucían mucho más airosos que los chicos, y nunca hubo quejas. Al contrario, los capitanes lo elegían entre los primeros, sólo para garantizarse una buena imagen. A mi no me elegían casi nunca, y lo único que se podía hacer después del almuerzo si uno no jugaba era ir a la biblioteca. Así fue que me volví todavía más huraño y leí por lo menos una hora y media diaria durante los primeros años. En los últimos leí mucho más porque me había enviciado, y me llevaba libros escondidos al aula.
Pero mi más secreta ambición era hacer un gol de campeonato. Lo conseguí por primera y única vez bastante pronto, a los 8 años. Habíamos conseguido armar un equipo ¿cómo decirlo? de saldos. Fue gracias al único jugador bueno que teníamos, que por alguna razón deportiva se había peleado con el resto de los buenos del grado y quería darles una lección y organizó Peñarol. En el primer partido de la primera fecha del aquel campeonato por eliminación jugado en cancha de baldosa nos tocó jugar contra Manchester United, el campeón de la categoría –no solo de nuestro colegio sino de todos los colegios salesianos de la Capital Federal– un equipo basado en chicos de nuestro grado, aunque admitía y tenía otros jugadores de 9 y 10 años. Tenía un hermoso uniforme, pantalón y camiseta de raso, tela que todavía no se usaba ni en primera división. La casaca, el pantaloncito y las medias eran morados con vivos amarillos. La camiseta del verdadero Manchester era roja,
parecida a la de Independiente, ni la mitad de pretenciosa. Los duchos en las liturgias católicas relacionaban el morado a las púrpuras de los obispos y el amarillo a la bandera vaticana. Pero todos sospechábamos que aquellas camisetas habían sido elegidas y pagadas por los salesianos, muy orgullosos de sus pequeños campeones. Y que los buenos jugadores del Manchester eran, además, un poco o bastante chupamedias.
En cambio, los de Peñarol no teníamos plata para encargar camisetas, y ni siquiera para comprar la que se ofrecían como saldos. Jugábamos con los equipos veraniegos de gimnasia: camiseta celeste, short azul y medias grises. Le habíamos agregado a las camisetas, prendidos con alfileres de gancho, escudito hechos por una madre: un corazón de terciopelo negro con tres tiras verticales de elástico dorado cosidas, en recuerdo de los colores del auténtico Peñarol de Montevideo: amarillo y negro. Estábamos orgullosos de nuestro equipito.
Aquel día, un sábado, me desperté con el corazón cantando y el presentimiento de que iba a ser una jornada gloriosa a pesar de que todas las evidencias indicaban que si nos habían cruzado con el campeón en la primera fecha era para que nos eliminaran rápido, de modo que continuaran jugando los que tenían alguna chance, aunque fuera remota, de vencer.
Era un día despejado, con mucho sol, y había un clima distendido en los dos equipos. Algunos del Manchester ni siquiera se habían presentado, quizá esperando un partido más difícil. No era algo importante, ya que tenían completo el banco de suplentes. En cambio, nosotros éramos los siete que entrábamos a la cancha y no teníamos suplentes. Nos reunimos en el medio de la cancha, pero después del saludo, mis compañeros se dispersaron por los laterales para saludar a sus amigos. Solo quedamos en el círculo central el gordito Bizzarri, uno del Manchester y yo. Alcanzaba a oler el cuero engrasado y ardía en deseos de tocarlo, pero sin pensar en el triunfo ni en ninguna otra cosa. E imprevistamente sonó el silbato. Hasta hoy me preguntó si el árbitro, que también estaba chacoteando con sus amigos en un lateral, miró la hora y decidió comenzar de cualquier manera, o bien sólo se río a través del pito y luego se hizo cargo de su responsabilidad. El caso es que Bizzarri me hizo un pase corto y lento y yo le di un taponazo con toda la fuerza y la emoción que había ido juntando. Pateé mirando hacia abajo y no pude ver la trayectoria. Sentí un solo grito, de mi hermano, y que parecía enojado, por lo que desconté que la había mandado “al cantero de los tomates” como, váyase a saber por qué, solíamos decir. Pero con el segundo pitazo por fin levanté la mirada, y vi como el arquero de ellos la iba a buscar al fondo de la red, mientras el capitán del Manchester le protestaba al referee, que le respondía enseñándole el reloj.
La frustración de Juan, me di cuenta, se debía a que aún no había cargado el rollo, por lo que acababa de perderse el primer gol del campeonato. Además, tampoco había visto el gol, ya que estaba peleando con el depósito de la camarita. De modo que ni él, ni yo, ni nadie –excepto el árbitro, que era un muchacho grande, del secundario– parece haber visto ese, mi único gol.
Peñarol hizo un enorme esfuerzo para mantener el resultado, pero hacia el final del primer tiempo nos empataron con un golazo. Pero al comenzar el segundo, Sangiao, nuestro único jugador bueno, hizo otro, después de una jugada en la que participamos cuatro y gritamos todos, a diferencia de mi gol, que no lo había gritado ni yo mismo.
Después nos convertimos en un muro: todos adentro del área, casi encima del arquero. Y ganamos.
Estaba ansioso por contarle el gol a mis papás, pero tenía muy poco que contar. Juan y yo supusimos que la pelota había entrado por el ángulo superior izquierdo basándonos en la imagen del arquero agachándose a sacarla de la red, pero mi hermano era ya un pichón de periodista, y mientras caminábamos de regreso me dio una lección acerca de cómo construir con ese único dato toda una historia.
Cuando llegamos a casa, pasado el mediodía, nos encontramos con que había nacido Víctor, mi cuarto hermano. Nadie me hizo el menor caso y ese mismo día decidí dedicarme a la literatura.