BALOTAJE. Alguna reflexiones antes de ir a votar
Tomado del El blog de Abel, que solía tener como subtítulo o bajada «Pensando en voz alta». Entre otras cosas que llaman la atención Abel sostiene que el viejo peronismo, tanto sindical como partidario, está obsesionado con destruir al «progresismo» (algo sobre lo que ya había llamado la atención en estas páginas Teodoro Boot) y que la recua que sigue a Milei obra sin saberlo como si fueran discípulos de Laclau.
Reflexiones sueltas acerca de una elección en el fin del mundo
La frase del título alude a la de un argentino que al ser elegido para un altísimo cargo dijo «Mis hermanos cardenales han ido a buscar al fin del mundo…». Porque en estos días, una parte no menor de la tensión de jefes de Estado y cancilleres en todo el mundo -los «cardenales» de la «casta política» global- está puesta en nuestro país, lejano para la mayoría de ellos. El motivo de esta atención es evidente: este domingo se sabrá si la variante local de una tendencia socio-política que se manifiesta con fuerza en casi todos los países occidentales o influidos por la cultura occidental puede acceder al gobierno. El gobierno de un país mediano, en una crisis económica ya crónica, pero extenso, con 45+ millones de habitantes y una base industrial y tecnológica apreciable. Pero quiero empezar mirando al otro protagonista de este balotaje, una fuerza política que triunfo en la 1ra vuelta y tiene raíces más antiguas, pero que no es inmune a los cambios en la sociedad. Nada lo es. El peronismo tuvo desde su origen dos bases sociales sólidas, que han sido su apoyo electoral -ese apoyo no se manifestó solamente en las urnas, por supuesto, pero ahí es más fácil medirlo- desde 1946: los trabajadores sindicalizados de los cordones industriales de las grandes ciudades, y los humildes de las provincias «pobres», conducidos por los aparatos políticos de burguesías ambiciosas, pero discriminadas por el sector que se llama a sí mismo en algunas de esas provincias como «la gente decente». Esa realidad permanece. Pero ya no asegura mayorías. Los suburbios se desindustrializaron. El asalariado «en blanco», con obra social y sindicato, es solo un sector de los trabajadores. En realidad, la misma relación de dependencia, cuando existe, ha cambiado: está tercerizada en pequeñas empresas satélites. Pero cada vez más trabajadores no tienen un «patrón» en el sentido tradicional: son «cuentapropistas». Desde el programador que le cobra en dólares a sus clientes en el exterior hasta el repartidor que pedalea en un triciclo para Rappi. Y el que conduce su auto para Uber: su «patrón» es un algoritmo. Para esos sectores -y para los desempleados y excluidos que en Argentina cuentas con una cobertura mínima de planes y que se agrupan en movimientos sociales cuyo «patrón», con el que reclaman y negocian, es el Estado. Para todo ese heterogéneo universo, las conquistas sociales del peronismo tradicional son un discurso lejano. La experiencia kirchnerista (2003-2015) le dio una nueva vitalidad, banderas actualizadas (derechos humanos, feminismo,…) y la llegada de una nueva generación de militantes. Pero no consiguió convencer del todo al peronismo tradicional y sus dirigencias locales. Además, la historia le jugó una mala pasada: su modernización es precisamente lo que es rechazado por esta tendencia socio-política global que mencione al comienzo: su principal consigna -casi la única en común- es enfrentar y destruir al «progresismo». La coalición «panperonista» que asumió en 2019 consiguió el 48% de los votos, frente a un gobierno que había fracasado, en sus propios términos, pero sumó un 40%. Y sufrió derrotas en 2019 y en las primarias. En la primera vuelta, el candidato de consenso de las distintas realidades del peronismo, Sergio Massa, triunfó con un 37%, pero lo hizo frente a candidatos que solo tenían en común su oposición al gobierno. Del que es el ministro de Economía y, en la práctica, presidente en ejercicio. Massa –y no solo él– percibió que la Argentina necesitaba un candidato que fuera más que el jefe de una fracción. Plantea un gobierno de unidad nacional y trata de sumar a las numerosas y diversas clases medias argentinas, incluso –o especialmente- a las que fueron la base de la oposición histórica al peronismo. Su primer desafío, como el de todo candidato, es ganar la elección. Lo que ya es difícil, con una inflación altísima, que trata de controlar con el «ajuste posible». Pero eso es lo más sencillo: Si gana, inmediatamente deberá gobernar, como jefe de un peronismo en transición hacia una nueva realidad política y un país que ya es distinto, no sólo del que los veteranos conocemos del siglo pasado, sino también del de las primeras décadas de este. Porque apareció una nueva fuerza política, que puede perdurar o no, pero es una de las consecuencias de esos cambios en la sociedad. A esa tendencia socio-política la llaman «ultraderecha» o «derecha alternativa», pero es más preciso «populismo procapitalista». Preocupa a muchos políticos, y entusiasma a otros. Lo mismo pasa entre los capitalistas, pero en general son más discretos. El punto sobre el que elaboré en este blog -y en otros sitios- es si Javier Milei y -más importante- sus votantes son parte de ese fenómeno transnacional, o no. Hay distintas opiniones. El distinguido sociólogo y amigo Julio Burdman apunta a una diferencia clave: todas esas fuerzas políticas llamadas por el periodismo de «ultraderecha» son furiosamente nacionalistas. Hasta con rasgos xenófobos. Todas, menos «La Libertad avanza». Es cierto. Pero el hecho es que esas fuerzas reconocen a Milei como un camarada, le brindan apoyos, públicos o financieros, y dirigentes y comunicadores de esos partidos -los que no son gobierno en sus países- vienen a Buenos Aires para asociarse a su triunfo… Si triunfara, claro. Mi tesis: Argentina, como reiteré en un reciente post, tiene una identidad distintiva. A la vez, forma parte de una difusa pero real identidad latinoamericana, forjada en 500 años de historia. Hasta puede hablarse –como hacía Huntington, que no la quería en su país– de una «civilización latinoamericana». Pero eso no significa que no esté intimamente vinculada a la cultura occidental en su fase tardía. Ni tampoco que no forme parte de una sociedad globalizada por el comercio, la tecnología y la comunicación. Por eso hablo de un «populismo procapitalista» que -repito- ha aparecido en casi todos los países influidos por la cultura occidental Atención: como dice María Esperanza Casullo «populistas somos todos». En cualquier país más o menos democrático donde se celebran elecciones, no se ganan diciéndole a los votantes verdades incómodas. Pero los dirigentes y voceros de esta tendencia se distinguen por rechazar en público, con furia y agravios, cualquier opinión o dato que no les gusta, desde la noción de justicia social al calentamiento global (Por eso elegí la imagen que encabeza este post) Son discípulos de Laclau, aunque no lo hayan leído. Suman entre sus seguidores necesidades y temores muy distintos, y culpan a un Otro de ser causante de sus frustraciones. El más común es: los (otros) políticos. Este discurso puede servir a sus líderes para ganar elecciones, pero, si no consiguen establecer una hegemonía, se condenan a futuras derrotas. Porque polarizan en contra, y en la sociedad moderna no hay mayorías permanentes. Donald Trump, quizás el más astuto de todos ellos, terminó derrotado por un político veterano sin carisma. Cierto que todavía puede volver en 2024, si su «partido judicial» no se lo impide. Así, planteo que una expresión de esa tendencia ha surgido entre nosotros, «con características argentinas». Una es la autodenigración, la desvalorización de lo propio, muy común en un sector de nuestros compatriotas, que se mezcla con la fantasía de un pasado imaginario. Milei habla de una Argentina que era potencia mundial hace 100 años sin industria pesada y sin fuerzas armadas comparables a las de las verdaderas potencias. Con el criterio de LLA, la Gran Potencia actual sería Qatar… Pero con argumentos racionales rara vez se ganan elecciones. Las encuestas le da chance de ganar. Mi evaluación, muy falible: creo percibir que la «ola Milei», es decir, la mezcla de bronca con los políticos en general y una imprecisa esperanza en el nuevo y «distinto», está disminuyendo. No entre los politizados ni entre los fanatizados. Ese 10% -entre ambos lados- de la población está motivada, y asustada ante el posible triunfo de Los Otros. Pero, nuevamente, percibo a través de un impreciso monitoreo de las redes sociales -necesariamente indirecto, porque impera justamente ese 10%- un cansancio con esta larguísima campaña y una desconfianza por lo que podría hacer el peluquín. Mañana sabré, y ustedes también sabrán, si me equivoqué o no. |