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EMBAJADA DE ISRAEL / 2. El protagonismo de policías federales, la complicidad del Shin Beth

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DYN15 - BUENOS AIRES, 05/05/99 - EL JEFE DE LA POLICIA FEDERAL ARGENTINA, COMISARIO GENERAL PABLO BALTAZAR GARCIA, SE RETIRA DEL CONGRESO NACIONAL, LUEGO DE LA CONFERENCIA DE PRENSA OFRECIDA ESTA TARDE. FOTO: TONY GOMEZ/DYN
El jefe de la PFA, Pablo Baltazar García, se retira del Congreso luego de la conferencia de prensa que dio con el presidente de la Comisión Bicameral, Carlos Soria, el 5 de mayo de 1999 (Foto de Tony Gómez/DyN).

En esta segunda parte podrá verse con nitidez como el atentado fue un asunto interno de la Policía Federal (a pesar de estar claro que su jefe, el comisario Jorge Luis Passero, era totalmente ajeno al mismo) y como los jefes del bitajom (seguridad) de la Embajada, es decir el Shin Beth, fueron cómplices cuando menos en el desvío de las investigaciones.

La primera parte aquí.

El Telleldín de la Embajada

El nombre de Elías Ribeiro Da Luz parecía calcado del de un piloto brasileño de autos de carrera de Fórmula 3. La PFA había llegado primero al compañero Galbucera -con estudio y vivienda en la calle California, barrio de Barracas- y gracias a la información proporcionada por éste, al local de venta de autos usados ubicado en la avenida Juan B. Justo 7537, cuyo dueño, Roberto Barlassina, admitió haber tenido la F-100 –de color verde y techo gris- hasta tres semanas antes del atentado.

Los policías dijeron que Barlassina les exhibió documentación que probaría que la pick-up había sido comprada el lunes 24 de febrero de 1992 al mediodía por el supuesto brasileño que había llegado inesperadamente, con gorra de visera y anteojos oscuros, y le había pagado 20.500 dólares al contado en billetes de cien dólares… pidiéndole que en la factura figurasen 21.000… lo que parece indicar que, de haber sido cierta la venta, el comprador, más que un inminente suicida, era un avispado intermediario.

También diría Barlassina (no está claro si aquella vez o bastante después) que entre los billetes de cien dólares que le dio el supuesto brasileño, había cinco que tenían anotaciones y sellos; que él le dijo que no los quería, pero que supuesto brazuca le dijo que se los cambiaría al día siguiente cuando regresara a completar los trámites, lo que nunca hizo.

Pero si se habría llevado la camioneta esa misma tarde, aseguró Barlassina.

Una tardía pericia encarga por la Corte determinó que si las cosas habían sido tal como Barlassina y su empleado Carlos A. Llorens decían, el extranjero había pagado un precio 50 por ciento superior al de mercado, ya que en esas fechas una F-100 de esa antigüedad costaba alrededor de 14.000 dólares.

“Un indicio de que Da Luz no gozaba de la confianza de los organizadores del ataque sería el hecho de que una tercera persona llamó al agenciero para chequear el precio pagado”, escribió el periodista cortesano Adrián Ventura. Pero, claro, la versión debía provenir del propio Barlassina, que ocupó en el esquema del atentado a la embajada, el mismo papel que iba a ocupar en el de la AMIA Carlos Alberto Telleldín, pero que a diferencia de éste y muy sorprendentemente, nunca fue molestado. Hasta el punto de que su foto jamás salió en los diarios. Y eso a pesar de que el supuesto comprador, Da Luz, sólo tuvo una existencia virtual, pues Itamaratí informó que el documento, nº 34.031.567, era falso.

Tanto Barlassina como Llorens dijeron que el hombre hablaba muy mal castellano y Llorens que aventuró que acaso tuviera acento «oriental» (?) y que le había dicho que vivía en la localidad bonaerense de “Piñac” (?), así como que compraba la camioneta «para un tío que quería conocer Mar del Plata».

Otro de los empleados de Barlassina, al parecer más cándido, dijo que la venta había sido una afortunada casualidad, ya que el negocio estaba cerrado por vacaciones: El supuesto brasileño, dijo, llegó cerca del mediodía, tan pronto Barlassina levantó las persianas para pintar y hacer unos arreglos menores en el local. Y se llevó la pick-up ese mismo día por la tarde, sin completar la transferencia.

Resultaba obvio que Barlassina había mentido, y con el correr de los años, la Corte habría de determinar que “la F-100 fue reservada tres meses antes, es decir que (el supuesto) brasileño concretó una transacción ya convenida 90 días atrás”, según reveló el periodista Raúl Kollman en Página/12 el 23 de agosto de 1998. Lo que acabó con la historia de que el ataque a la Embajada había sido una venganza por la muerte del jeque Musawi, mujer e hijo.
Barlassina fue invitado a colaborar en la hechura de un identikit que según el comentario de un veterano periodista de noticias policiales, es «el más inexpresivo que haya visto en mi vida».

Cuando la Corte ordenó allanar la agencia R.B. y los domicilios particulares de Barlassina, su cuñado Francisco Isoba y Llorens (quien había confeccionado la documentación por la supuesta venta y el recibo por los dólares con que se pagó) encontró que la agencia estaba cerrada y que Llorens, cuya casa estaba en refacciones, dijo que ya no trabajaba porque estaba muy enfermo y vivía de lo que le daban sus hijos: Sin embargo el personal comisionado dejó constancia de que lo que alegaba era inverosímil teniendo en cuenta la magnitud de las obras que se estaban realizando.

Barlassina aportó los cinco billetes de cien dólares con inscripciones que dijo que le había dado el supuesto brasileño antes de evaporarse. Fotocopias de los mismos le fueron enseñadas al ex embajador en Líbano Juan Ángel Faraldo y a un ex cónsul en ese país, de apellido Cerdá (posiblemente también agente de la SIDE). Éste dijo que en dos de ellos había un pequeño sello correspondiente a una casa de cambios de Biblos, a 20 km. de Beirut. Faraldo, menos jugado, dijo que sellar o marcar los billetes a mano era una arraigada costumbre en el Líbano, de manera de responsabilizarse ante la proliferación de billetes falsos de 100 dólares . Pero al mostrársele al perito traductor en lengua árabe fotografías ampliadas de esos billetes, dijo que aunque los caracteres eran árabes, no entendía lo que decían… Por fin pudo determinarse que estaban garabateados en urdú, el principal idioma de Pakistán.

De acuerdo a la documentación secuestrada en la agencia R.B., había compras y ventas que no estaban debidamente respaldadas con la documentación correspondiente.

Roberto Barlassina tenía un hermano mellizo, llamado Ricardo, quien tenía o había tenido una agencia de venta de automotores en Lope de Vega al 1500 y vivía o había vivido en Virgilio 2053.

Según allegados a Alejandro Monjo, quien se dedicaba a la industria de “mellizar” vehículos en aparente sociedad con la subjefatura de la Policía Federal y con clamorosa protección de la División Sustracción de Automotores de la misma y que sería brevemente detenido luego de la voladura de la AMIA, los hermanos Barlassina eran agradecidos eslabones menores de la lucrativa cadena.

Un cráter movedizo

Respecto al cráter que habría dejado la presunta camioneta-bomba, Fayt dejó constancia de «que se reflejan una variedad de tiempos, origen, ubicación, forma y dimensiones» de lo que «podría inferirse que el mismo habría sido elaborado ex profeso con pala y pico» o, en el mejor de los casos, por «el peso de las maquinarias retroexcavadoras» utilizadas para la remoción de escombros.

«En este sentido, José A. Herrera, que se desempeñaba como encargado de las cocheras del edificio de Arroyo 897, días posteriores al atentado observó que la vereda, frente al lugar donde había estado la fachada, el frente de la Embajada, «había un pequeño cráter que después había sido ‘agrandado’, esto es, que observó a personal policial que trabajaba con picos y palas sobre dicho pozo.”

«Mario Borghi, a dos días del hecho, vio como personal que cree era de bomberos o policial, con un martillo neumático perforaba el pavimento frente a (lo que había sido) la puerta principal de la Embajada.

En el mismo sentido, describió Fayt, Mario Luis Pereyra Iraola refirió que “desde el balcón de su departamento observó que el ‘hueco’ iba cambiando de forma a medida en que se llevaban a cabo las tareas de remoción de escombros; Teodoro Paz y Héctor Rago afirmaron que el cráter pudo haberse agrandado en razón de las pericias que se realizaron sobre el mismo; (el oficial de la PFA) Guillermo Scartascini admitió que luego del descubrimiento del cráter se hicieron excavaciones en el lugar dónde éste estaba; y el testigo Alberto Velardita observó, al tercer día del atentado, que una máquina niveladora tipo Caterpiller realizaba trabajos en el frente de la legación, y que cuando la misma se retiró, vio una hendidura que abarcaba parte de la calle y de la vereda».

Por su parte, el abogado Enrique Hahn relató que «unos días después de la explosión observó la presencia de personas vestidas con uniformes aparentemente de bomberos, que se encontraban ‘practicando una perforación’ sobre la vereda de la Embajada». Hahn comentó que no le dio importancia «hasta que unos días después vio una fotografía en el diario que reproducía un presunto cráter cubierto de agua en ese mismo lugar» y aclaró «que esos días estuvo lloviendo, razón por la cual el cráter estaba cubierto de agua».

Hahn había comentado el fenómeno en distintos ámbitos, a partir de lo cual, dijo, muy preocupado, había comenzado a sufrir una serie de «hechos anormales» como que hubiera «numerosos automóviles estacionados en lugares prohibidos y con sus balizas encendidas» en los itinerarios que habitualmente realizaba a pie, y que cuando se desplazaba en su auto o en taxi, se le cruzaran vehículos en forma «evidentemente intencional», ambulancias y patrulleros que al pasar frente a su estudio jurídico disminuían ostensiblemente su velocidad, hechos todos estos que registraron «un evidente agravamiento» cuando, luego de denunciarlos en sede judicial, recibió un telegrama de citación del juzgado.

Fue «personal del Departamento de Explosivos de la Superintendencia de Bomberos» el que informó del «hallazgo de partes del vehículo que habría sido utilizado como coche-bomba dentro del cráter» y «peritos de la PFA quienes afirmaron que ‘sobre la calle Arroyo, cruzando Suipacha, en un jardincito que hay en el subsuelo, encontramos el bloque de un motor que… correspondía una camioneta Ford F-100’”.

“Presumimos que… salió desplazado, se elevó –mínimo hasta 3 metros de altura– e impactó en la columna” para luego caer “en el jardín que está al pie de la columna”, continuaba, consignó Fayt, el informe de la Brigada de Explosivos.

Según la PFA, el cráter era de 4,20 x 2,80 metros y tenía 1,5.0 metros de profundidad, lo que contrastó mucho con lo informado por la Gendarmería (que era de 3,90 x 2,70 con 60 cm. de profundidad) y la SIDE (3 x 2,10 y 90 cm).

La razón por la que la PFA midió más del doble de profundidad que la Gendarmería y también mucho más que la SIDE se explicó en su informe: «… pasados unos días pasamos a buscar la oquedad, que se anegaba constantemente porque se había roto un caño de agua potable… como consecuencia de la explosión… (a causa de lo que) tuvimos que esperar el corte del suministro del fluido, desagotarlo y recién iniciar las tareas, buscando más elemento de juicio. Entonces, al comenzar a cavar en el pozo, encontramos aproximadamente a 1,50 metros de altura (sic, léase bajura) a todo el tren trasero enterrado». El informe concluyó señalando que «hubiera sido imposible que el tren trasero se encontrara, con una explosión interna, hundido fuera del edificio…».

Al presentar su informe, la Gendarmería, el decir, el segundo comandante Laborda, abrió el paraguas y explicó que «cada fuerza estudió el cráter por cuerda separada» pero, de todas maneras opinó que «no hay máquina… que pueda afectar el pavimento como fue afectado… No hay ninguna pala que pueda hacer ese trabajo… Ninguna de las máquinas… tiene capacidad para hacer el trabajo que se hizo en el pavimento…».

Tras descartar «la presencia de un terrorista suicida», el informe de Laborda justificó la enorme diferencia de su medición de la profundidad del cráter respecto a la publicitada por la PFA, alegando confusamente que ésta «requirió más profundidad para obtener otros elementos de juicio y para ellos esa fue la profundidad del cráter…».

Por alguna razón inexplicada, Fayt omitió consignar que el experto israelí Yacob Levi (o Jacob Levy) que hizo pericias sobre el terreno 40 horas después de la explosión y que él mismo presentó en su libro como “superintendente de la Policía de Israel y jefe del Laboratorio de Terrorismo de Tel Aviv” había escrito en su informe que “el foco de la explosión fue cubierto y vuelto a excavar después de algunos días” de modo que el cráter al que se hacía mención en las pericias de ambas fuerzas “no fue resultado de la explosión, sino que fue excavado en distintos lugares y más de una vez”.

“No fueron pocos los periodistas que buscaron frente a la embajada israelí el tan meneado cráter que habría dejado el estallido del auto-bomba, tal como se informó oficialmente. Esta huella del horror… se convirtió en un interrogante que trató de explicar en el lugar un bombero. ‘Esta allí, donde empieza lo que fue el cordón, y sigue en la vereda’. Lo único que se observaba eran escombros y polvo a nivel del piso ¿Estaría debajo de todo eso?”, sintetizó Página/12 en una nota titulada “¿Cráter?”.

“Ninguno de los cronistas de La Nación que estuvieron en la calle Arroyo –casi una decena- pudieron encontrar el cráter que según el titular de la cartera política, José Luis Manzano, provocó la explosión”, insistió al día siguiente el periodista Rafael Saralegui (h) en La Nación..

El cráter sólo fue visible a partir del 26 de marzo, nueve días después del ataque cuando “fue despejado el sector donde se presume que estuvo el vehículo. En el lugar, un pozo de dos metros de diámetro, cubierto de agua, está en un sitio que antes permanecía tapado por los escombros”, destacó el periodista Juan Carlos Larrarte también en La Nación.

Ingresos sin control

“Innumerables testigos hicieron referencia a la falta, disminución o ineficiencia de la seguridad en la sede diplomática y a la ausencia del personal policial o de seguridad israelí el día del atentado”, consignó el ministro Fayt. Hasta el punto de que una vecina, Alicia Perednik, contó que como por entonces su departamento también estaba en refacciones, le pidió permiso al personal de seguridad de la Embajada para arrojar escombros en el volquete, y se lo dieron. Entonces ella bromeó diciéndoles que como sabían que en esas bolsas no había explosivos, a lo que le contestaron que “sabían muy bien quién vivía en la cuadra”. Perednik agregó que una vez fue a pedir prestada una carretilla y entró a la Embajada como Pancho por su casa. Y Walter Janiszewskli dijo que le había llamado mucho la atención que no se controlara el ingreso de materiales de construcción; Héctor Álvarez dijo que cuando le preguntó a los custodios porque no revisaban esos materiales le dijeron que conocían a quienes los bajaban; Guillermo del Sel vio como en febrero se bajaban y metían materiales a una Embajada que tenía sus puertas abiertas de par en par y le dijo a los custodios que tuvieran cuidado, pero que éstos le respondieron que estaba todo bajo control, y Franco Fernández que en los días previos al bombazo hubo muchas descargas de materiales y que lo sorprendió tanto la falta de medidas de seguridad como que dichos materiales no fueran transportados por camiones que llevaran el logo de alguna empresa “sino por un camión colorado tipo volquete (sic), cubierto por una lona”.

Área libre

Fayt señaló que “en el momento en que se produjo la explosión, la Embajada carecía de custodia policial”, según habían acreditado varios testigos.
Curiosamente, uno de ellos, Ivo Cicaré, dijo que como los conocía “de vista”, los policías le dejaban estacionar en la vereda de la Embajada, pero que aquel martes 17 le dijeron que “hoy no se puede” sin darle más explicaciones.

Respecto a las cámaras de video precisó que eran seis –dos sobre la calle Arroyo, dos sobre Suipacha y otras dos en la terraza- y que el personal de la Embajada manifestó que no grababan, pero que Leonardo Romero, un agente de policía que custodiaba la Embajada habitualmente por las noches, de 22 a 6, declaró que el personal de seguridad le había dicho que registraban todo.

Las guardias policiales de 6 a 14 estaban cubiertas por personal de la comisaría del Ministerio de Economía; de 14 a 22 –la que más nos interesa- por el cuerpo de Policía Montada y de 22 a 6 por la Guardia de Infantería. Además, la Embajada pagaba “horas adicionales” para que un policía cuidara del embajador Shefi todos los días de 9 a 17. Este policía era el suboficial escribiente José Carlos Carracelas, de la División Custodias.

El día del ataque, la Embajada estuvo custodiada hasta las 6 por el mencionado Romero, y de las 6 a las 14 por el sargento José Antonio Ojeda, de la comisaría del Ministerio de Economía. Ojeda debía haber sido reemplazado por el suboficial Oscar Horacio Chiochio, de la Policía Montad, pero Chiochio nunca llegó y Ojeda se fue a las 14:15.

Al ser interrogado, Ojeda dijo que después de haber cumplido con sus ocho horas de servicio no tenía obligación de quedarse si su relevo no llegaba; que bastaba que le avisara Roni (Gorni)… pero lo cierto es que ese día Roni no estaba allí sino el Sheraton, por lo que mal pudo haberle avisado. En cuanto a Chiochio, dijo que no había podido ir a la Embajada porque se había quedado haciendo trabajos de carpintería en la Policía Montada; que normalmente el que estaba de guardia lo esperaba aunque él tardase en llegar, que nunca tardaba, y que si por alguna razón su compañero no podía esperarlo tenía que avisar a la comisaría (la 15ª) para que le enviaran un relevo.

Dijo también Chiochio que lo habían castigado con un arresto de 20 días por no haber ido a la Embajada, pero a la hora de la verdad ello resultaría incomprobable ya que no se le instruyó sumario alguno.

Llega el camión, se va el patrullero

Tampoco hay constancia de que haya sido detenido, tal como ordenó en un primer momento el ministro Manzano, el camionero Juan José Dorronsoro, que descargó cerámicos y bolsas supuestamente de Klaukol en la Embajada esa mañana. Dorronsoro dijo que llegó a la Embajada a las 8.30; que estacionó equivocadamente sobre la mano izquierda; que conversó con un policía, y que cambió de vereda, estacionando sobre la derecha donde un numeroso grupo de trabajadores uniformados descargaron y pusieron sobre la vereda las cajas de cerámicos herméticamente cerradas de los cerámicos y las bolsas de Klaukol. El policía al que se refirió Dorronsoro debió haber sido necesariamente Ojeda, quien dijo que el camión había llegado aproximadamente a las 8; que él lo había retenido media hora “a la espera del personal que lo debía recibir”, y que todas las cajas habían sido abiertas, una por una, para verificar su contenido.

Chiochio y Ojeda fueron careados y se mantuvieron en sus posiciones. Ojeda dijo que Chiochio llegaba habitualmente tarde y que él solía irse sin esperarlo, luego de avisarle a Roni Gorni. Chiochio dijo que a él le controlaban el horario que cumplía en la Montada, que nunca llegaba tarde y que en cualquier caso, para poder irse, Ojeda tenía que haber avisado a la Comisaría 15ª.

Usualmente permanecía apostado frente a la Embajada un patrullero de la Comisaría 15ª. Sin embargo, al momento de perpetrarse el atentado, tampoco estaba.

El patrullero 115 estaba ese día a cargo del oficial Gabriel Soto, el chofer era el cabo 1º Miguel Ángel Laciar, y el ametralladorista, el sargento Jorge Alberto Acha.

Soto dijo que tomó servicio a las 14, que salieron de la comisaria en el patrullero llevando a su casa a una persona que vivía en Cerrito y Avenida del Libertador a resolver una incidencia, y que una vez que terminó esta tarea, le informaron que debía ir urgente al Palacio San Martín “a los efectos de formular o recibir una denuncia”, que tomaron por la calle Arroyo y que a poco de pasar por la puerta de la Embajada se produjo la explosión.
Ni esa incidencia estaba asentada en el libro de la comisaría, ni el pedido de que fuera al Palacio San Martín –sede histórica del Ministerio de Relaciones Exteriores– fue registrado por el Comando Radioeléctrico.

Morcilleos

La persona a la que supuestamente había llevado el patrullero hasta su casa fue Brígida Hofmann, que días antes había hecho una denuncia para pedir el desalojo de unas personas del interior de su vivienda. Dijo que ese martes fue a la comisaría a pedir que agilizaran el trámite, que regresó caminando a su domicilio, que en el trayecto escuchó la explosión, y que al llegar a su domicilio “en la puerta de su departamento había un policía uniformado, quién después que la dicente ingresara y tomara conocimiento de lo ocurrido, se retiró del lugar, suponiendo que habría ido al lugar del siniestro”.

En síntesis, Hofmann negó tanto haber estado a bordo de un patrullero como haberse entrevistado con ningún policía uniformado antes de la explosión.
Careados ambos, Soto se rectificó. Dijo que si bien “creía haber salido con una persona civil a bordo del móvil, debido al tiempo trascurrido, no estaba en condiciones de afirmarlo” ya que, tuvo que reconocer, esa era la primera vez que veía a la señora Brígida.

El sargento Jorge Alberto Acha dijo que recordaba haber estado en un departamento con Soto en el momento en que el chofer les había avisado que los llamaban del Palacio San Martín, y que habían pasado por la puerta de la Embajada unos instantes antes de la explosión, que los sorprendió cuando circulaban por Suipacha entre Juncal y Arenales. Acha reconoció que la función del patrullero era fiscalizar que la custodia se cumpliera correctamente, y que en caso de verificar que el policía no estaba en su lugar, debía quedarse el ametralladorista (es decir, él mismo) y dar aviso a la comisaría, esperando hasta que la situación se subsanara, pero agregó que ese día, yendo hacia el Palacio San Martín, no se habían percatado de su ausencia.

Sin audios

Para investigar por qué motivo no había constancia en el Comando Radioeléctrico de que se le hubiera ordenado al patrullero ir al Palacio San Martín se interrogó a su jefe, el comisario Rodolfo Segovia quien, tras explicar que si se hubiera recibido un llamado desde una repartición pública (como el Palacio San Martín) debía constar en los listados “toda vez que luego se verificaba el resultado de la diligencia” y ya tratando de explicar la ausencia de ese registro argumentó que era “posible que personas ajenas a la Policía Federal se introdujeran en la frecuencia del Comando”, es decir sugirió que el patrullero podía haber sido enviado a la Cancillería por los terroristas.

Tampoco se pudo comprobar en la Cancillería que ese día se hubiera reportado a la Comisaría 15ª algún robo. El jefe de Seguridad de la misma, Daniel Omar Rinaldi, recordó que por esas fechas funcionarios del Ministerio de RR.EE. habían denunciado en dicha seccional “el hurto de un equipo de computación”, incidencia que habría de aparecer datada aquel martes infausto, pero anotada recién el viernes 20, tres días más tarde.

El jefe de la División Bases de la Superintendencia de Comunicaciones de la PFA, el comisario Ricardo A. Tello declaró que entre las funciones de aquella está “la de grabar todas las frecuencias en las que opera” la PFA, tarea que se realiza “todo el año, las 24 horas” mediante un grabador Assman (sic) 200, pero que “las cintas se reutilizan, se desgraban (en realidad, se regrababan) pasados los 30 días” si no mediaba algún pedido judicial en sentido contrario.

Su segundo, el también comisario Eduardo J. Martino, ratificó sus dichos y explicó que en el caso de que una comisaría quisiera ordenar el desplazamiento de un patrullero tenía que comunicarse con el Comando Radioeléctrico para que este trasmitiera la orden. Se utilizaban dos frecuencias UHF pero ninguna secreta como para que no quedara registro de la comunicación.

En este contexto, la aparición ¡pasados siete años! de un casette con la grabación de la orden impartida por el Comando Radioeléctrico al patrullero para que fuese de inmediato al Palacio San Martín, causó enorme impacto.

La cinta milagrosa

Sucedió el 4 de mayo de 1999 cuando la Comisión Bicameral de Seguimiento de las Investigaciones de los atentados a la Embajada de Israel y la AMIA interrogaba a Laciar, que para entonces había ascendido a sargento. El chofer del patrullero que había abandonado raudo la zona de peligro les dijo a los legisladores que Soto tenía un casette con la grabación de la orden que habían recibido.

Según Clarín, la secuencia fue así: convocado Soto –para entonces ascendido a comisario inspector– confirmó que tenía el casette. Los legisladores lo escucharon y convocaron de urgencia a los jefes de la PFA y al ministro del Interior –y jefe de aquellos- Carlos Corach. Los comisarios generales Baltazar Garcia y Héctor Mario Data, jefe y subjefe de la PFA, acudieron junto a otros dos comisarios. En cambio, Corach, que se encontraba en Salta, se excusó. También fue a la cita el secretario especial de la Corte Esteban Canevari, el equivalente a Nisman en la causa de la Embajada.

Tras la audición, sobrevino un momento de estupefacción. No sólo porque la PFA había negado haber ordenado el desplazamiento del patrullero 115 o de cualquier otro sino porque lo había hecho argumentando que ese y otros patrulleros estaban abocados a esa hora a “contener supuestos incidentes callejeros que se estaban produciendo en el lugar, tres minutos antes de la explosión”, según narró La Nación. ¿Dónde habían quedado los robos reales o supuestos de estilográficas o computadoras en el Palacio San Martín? La primera, la de la estilográfica, había sido la versión echada a rodar después del atentado por la propia tripulación del patrullero y la segunda, como hemos visto, la aportada por la comisaría del Ministerio de RR.EE.

Los supuestos “incidentes callejeros” que se habrían producido en el Palacio San Martín terminarían siendo las airadas protestas (nadie sabe por qué) de una única mujer paraguaya que Soto y sus compañeros se habrían llevado detenida… dos horas antes de la explosión, afirmó el experto informático Ariel Garbarz al ser entrevistado para el documental “El tercero en camino”, del periodista israelí-argentino Shlomo Slutzky. “Son pruebas testimoniales que tiran abajo la coartada del jefe de la Policía Federal”, remató Garbarz.

«Tenemos pruebas importantísimas de la complicidad de efectivos policiales. Hay una grabación en la que comando radioeléctrico le ordenó al patrullero que debía comprobar si estaba o no el agente de consigna en la puerta de la Embajada que se desviara de su ruta y se dirigiera a la Cancillería. Dejaron la calle liberada y después de siete años se arrepienten», dijo exultante el diputado Carlos Soria (PJ-Río Negro), presidente de la Comisión Bicameral de Seguimiento de las Investigaciones de los Atentados a la Embajada de Israel y la AMIA el martes 4 de mayo por la noche, media hora antes de reunirse con los comisarios García y Data.

Al día siguiente, el único en mostrarse arrepentido fue el mismo Soria, un hombre tan íntimamente vinculado a la SIDE que llegaría a secretario de Inteligencia de la Nación en el 2002.  Dando un giro de 180º a lo que había dicho en la víspera llamó a una rueda de prensa junto al comisario Baltazar García con el único propósito de tratar de «héroes» a los tripulantes del patrullero 115.

García dijo que en el audio se escuchaba claramente la voz de alguien que ordenaba al patrullero dirigirse a la Cancillería y también la voz de Laciar; poco después, el sonido de una detonación y la voz de Laciar pidiendo el envío de ambulancias.

Soto explicó que del casette se había hecho su sobrino Yago Uriel Soto en 1994, mientras cursaba como cadete de segundo año en la escuela de oficiales de la PFA (llamada entonces “Coronel Ramón L. Falcón” y hoy “Comisario General Juan Ángel Pirker”) donde el audio había sido parte de una cinta utilizada en la instrucción de los alumnos como ejemplo de procedimiento en caso de grandes catástrofes. Dijo que su sobrino Yago le explicó que le habían hecho escuchar esa cinta, “que contenía diversos desplazamientos ordenados por la Dirección General de Operaciones”, que había reconocido “la voz de su tío, modulando en prioridad al comando” al que le pedía ambulancias (¿no había sido Laciar quien las había pedido?) y que entonces le había pedido a sus profesores que le hicieran una copia de la cinta original archivada en la escuela.

Todos los oficiales superiores de la PFA consultados, los comisarios García, Data, Tello y Segovia, así como quien fuera el segundo jefe del Comando Radioeléctrico en 1992, el comisario Jorge Oscar Capeci, coincidieron en apreciar que el audio era auténtico… a pesar de que tanto Segovia como Capeci, ratificaron que las modulaciones emitida por la frecuencia policial no se grababan. No se explicaba como esa cinta se había grabado, conservado y llegado a la Escuela de cadetes. ¿La habrían grabado clandestinamente desde la DGO? ¿No habría sido grabada con posteridad? Qué misterio.

Reticencias

El sargento Ojeda había dicho que la seguridad (bitajon) de la Embajada se componía de alrededor de quince personas al mando de Roni Gorni y varios testigos mencionaron a Dany Biran (es de presumir que ambos pertenecían al Shin Beth, el servicio de contrainteligencia de Israel, encargado de la custodia de todas las sedes diplomáticas hebreas). Fuentes del consulado israelí aseguraron que en el momento del atentado había entre “cuatro a seis personas más” abocadas a “la vigilancia en general, pero no con rango diplomático”.

Luego de apuntar que aparentemente también formaba parte de ese dispositivo el agregado Eli Ben Zeev, fallecido en el ataque, el ministro Fayt puntualizó que fueron tan reiterados como infructuosos los pedidos hechos a través de la Cancillería para que la Embajada de Israel “remitiera la nómina del personal de seguridad que prestaba servicios en su sede al momento del atentado, con especificación de sus destinos”, así como “la identidad y el domicilio” de quienes controlaban los monitores.

No era sólo Fayt quien destacó estas reticencias. Al presentar a mediados de 1997 su “Tercer informe sobre el estado de las actuaciones judiciales por el atentado contra la Embajada de Israel”, Rogelio Cichowolsky sostuvo que se había instalado “en la opinión pública la duda sobre la conducta del personal diplomático israelí” y recordó que cuando la Corte le pidió a la Embajada de Israel que ubicara a una de sus funcionarias sobrevivientes, Susana Poch, la Embajada le contestó que no conocía su paradero. “Sin embargo, de la declaración testimonial prestada hace pocas semanas por el rabino Mario Rojzman surge que Susana Poch se desempeña como funcionaria en la Embajada en Uruguay… circunstancia que me fue señalada por el secretario penal de la Corte (Jorge) Morán como una nueva muestra de falta de colaboración”.

La única respuesta que se obtuvo de la Embajada fue que comunicara, vía la Cancillería israelí, “la invitación que la Corte efectuara al Sr. Roni Gorni” a participar en la audiencia de peritos.

Corría 1997. Gorni, bueno es aclarar, nunca había declarado antes. Cuando lo hizo dijo que la seguridad a su cargo estaba compuesta por dos personas llegadas desde Israel (en aparente referencia a Ben Zeev y Biran) y otras cuatro personas residentes en Buenos Aires, Iosi Boiarsky, Aviv Iaalomi, un tal Sajar y Ari Maimon, y que también contaban con dos custodios de la División Asuntos Extranjeros de la PFA.

Gorni dijo que antes de las refacciones, el vacum se utilizaba como “filtro” y allí dos empleados, Víctor Manuel Nisembaum y Martín Goldberg, revisaban a quienes entraban al edificio.

Ojeda  y Gorni fueron careados, ya que Ojeda había dicho que se había ido a su casa tras comunicarlo a Gorni, ya que dependía de él. Gorni lo negó enfáticamente, diciendo que era motivo habitual de conversaciones suyas con el comisario de la 15ª los desajustes y llegadas tarde de los policías que hacían la custodia externa. Y subrayó que los policías dependían de dicha seccional para todo lo concerniente a sus relevos..

Gorni también dijo que había ido al Hotel Sheraton 20 minutos antes de la explosión para preparar una visita del Canciller de su país, y que se había enterado de lo sucedido allí cuando estaba conversando con el jefe de seguridad del hotel, del que dijo no recordar el nombre; que Ben Zeev estaba afuera del edificio realizando una ronda rutinaria cuando resultó herido de muerte, y que el que había quedado a cargo era el tal Sajar (que no figura en la nómina de muertos).

Requerido el Hotel Sheraton para que informase quien era el jefe de seguridad en marzo de 1992, respondió que el jefe-gerente era entonces Carlos Gómez Losada, ya fallecido.

Poco antes de que se produjera el atentado a la AMIA el canciller Guido Di Tella le dijo a un periodista de La Nación que la práctica totalidad del grupo encargado de la seguridad de la Embajada se encontraba en el Hotel Sheraton al momento de la explosión ya que se realizaba una reunión regional (sudamericana) del Shin Beth.

Dicha reunión estaba programa para realizarse en la Embajada, pero a último momento, so pretexto de que los participantes eran muchos, se había pasado al hotel, explicó Di Tella.

El custodio del embajador Shefi, José Carlos Carracelas, dijo que éste se había retirado a las 13;30 sin intención de regresar; que no creía posible de ningún modo que Gorni hubiera autorizado a Ojeda a retirarse, y que tenía entendido que poco antes de la explosión también el intendente del edificio, Alberto Kupresmid, se había retirado.

Sorprendentemente –o no tanto– quien le tiró un cable al desertor Ojeda fue Víctor Nisembaum, uno de los encargados de revisar a las personas y materiales que ingresaban al edificio demolido. Posiblemente hubiera sido él quien la infausta mañana del 17 de marzo tuvo a su cargo revisar los materiales descargados bajo la mirada de Ojeda, e introducidos al “vacum” por los albañiles. Lo cierto es que Nisembaum dijo que aunque no estaba en condiciones de asegurar que al hacer la ronda de las 14 Ojeda estuviera en la garita, tal como correspondía, sabía “que había problemas… porque… los policías se demoraban… algunas veces más de una hora”, ocasiones en que “era el personal israelí el que manejaba todo”.

Personal que NO estaba en la Embajada, la que estaba totalmente desguarnecida, como puede atestiguar el escribano Dario Gabriel Minskas, quien le contó al autor que en la mañana del día fatídico estuvo en ella no una sino dos veces, alrededor de las 9 y alrededor de las 11 y que quedó consternado porque toda la seguridad era un único joven, sentado delante de una gran caldera oscura, a quien le mostró su documento.

“Me extrañó mucho y recuerdo haber pensado que cualquiera podía meter una bomba ahí adentro”, rememoró, conmovido, veintitrés años después.


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