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GASOLINA (Un cuento de Rodolfo Luna basado en la saga familiar de los Salinas de Alsasua)

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En especial en las peripecias de mi abuelo médico y poeta, Constantino Salinas Jaca y mi padre Antonio Salinas Urtasun.

Rodolfo Luna, autor de la conmovedora novela de non fiction Marinka, una rusa niña vasca, fue mi compañero en la agencia Télam (nos jubilamos en la misma época, luego de vencer a los canallas Hernán Lombardi y Rodolfo Pousá, quienes echaron a 357 de sus trabajadores de sopetón) y es vecino de Villa Elisa, partido de La Plata, donde ser refugiaron mis fallecidos padres en 1975 huyendo de la violencia política y donde sigue viviendo Víctor, mi hermano menor y el único que sigue vivo. Precisamente el domingo pasado fui a la hermosa casa de su compañera, Daniela, y Rodolfo cayó de visita. Y luego me mandó su cuento, hecho, está claro, con las cosas que le contó Victor. Lo publico tal cual y luego hago algunos comentarios. Como la historiadora de la familia, mi tía Josefina, hace años que murió, no hay manera de conciliar detalles que en algunos casos difieren. Y bueno, así se escribió la Biblia. Y si non e vero…

Verano de 1932. El gobierno de la República, casi en pleno, se presta a la foto en su visita a Alsasua, donde el futuro y efímero presidente Niceto Alcalá Zamora recibe el saludo del alcalde, Luis Goicoechea (Izquierda Republicana). De izquierda a derecha: Rafael Sánchez Guerra (secretario de Alcalá Zamora), el extremeño Luis de Zulueta (ministro de Estado); Manuel Andrés (gobernador civil de Navarra), Indalecio Prieto (ministro de Obras Públicas); detrás mi abuelo Constantino, y adelante el futuro presidente (y su consuegro) Niceto Alcalá Zamora. Por último, el alcalde Goicoechea.

Gasolina

El barco avanza mansamente, acariciando el Atlántico más que navegando. Es que no cruza el océano sino el tiempo. Antonio Salinas sube a cubierta para fijar la vista en un horizonte que para el resto de los pasajeros es apenas la línea donde el mar se hace cielo. Él sabe que más allá está el origen, la tierra que los arrancó de cuajo hace más de veinte años. Oficialmente, es un viaje de ida. Va como primer electricista con la tripulación que traerá el buque Ciudad de Formosa, que se está terminando en los astilleros de Cádiz para la Flota Fluvial Argentina. Para él es un regreso. La calma de la tarde es propicia para desenrollar los recuerdos.

Tenía trece años entonces. Constantino, su padre, médico socialista, presidía la Diputación Foral de Navarra. Vivían en Alsasua, pueblo de un puñadito de miles de habitantes, cercano a Pamplona. La sublevación de Franco, el 18 de julio de 1936, casi no encontró resistencia en Navarra y se hizo rápidamente con la provincia, transformándola en un bastión de los alzados. Los requetés y las tropas de Mola iniciaron desde temprano una sangrienta represión. Sin posibilidad de organizar el enfrentamiento a los golpistas, Constantino y otros compañeros se reúnen detrás de la casa de los Salinas antes de echarse al monte. Llovizna y todos llevan paraguas. Casi nadie, escopetas. Su esposa Luisa, que quedará en el pueblo con sus cinco hijos, como las demás mujeres, les larga una parrafada. Qué clase de revolucionarios sois que vais al monte de paraguas, ironiza con ese humor con el que habría de enfrentar los tiempos que empezaban. Los fugados serán condenados a muerte de inmediato y sus familias, estigmatizadas y perseguidas por rojas. Que los fascistas prodigan condenas como ostias y balas como lluvia.

 

Constantino pasa a Vizcaya, donde aún se resiste. Llega a ser teniente coronel del ejército republicano, aunque, fiel a su juramento hipocrático, nunca disparó contra alguien. Se dedica a volar puentes y requisar propiedades. Cuando cae Bilbao se traslada a Valencia y de allí acompaña la retirada republicana hacia Francia. Antes del fin de la guerra civil, muere Luisa. Las hijas mellizas, que han huído a Bilbao y fueron apresadas, son liberadas en un intercambio con prisioneros franquistas de la República. Constantino elude la suerte de los refugiados, que ni bien pisan suelo francés son internados en campos de prisioneros, y viaja a la Argentina. Las mellizas Julichu y Josefina, y Maite, la hija mayor, siguen el camino del padre. Quedan en la casa los dos hijos varones, Antonio y Fernando. 

Antonio, desde entonces no podrá pronunciar el nombre de su madre. Como si el nombrarla azuzara la herida. Cada vez que una punzada le parte el pecho, baja al sótano, abre el arcón que conserva pertenencias de los ausentes y se lleva a la nariz los guantes de Luisa, para no dejar morir el olor de su infancia. Cuando Franco declara el triunfo sobre la República, el 1 de abril de 1939, dando fin a la guerra, los hermanos Salinas quedan a merced de las represalias fascistas, rehenes en su propio pueblo, como los millones de derrotados que no han conseguido huir. Son dos muchachitos que no han participado de la guerra, pero cargan el sambenito de rojos, el peor de los pecados en la Nueva España. Fernando, casi un niño, es disfrazado con el uniforme de los requetés y obligado a marchar al frente de las tropas franquistas, como humillante mascota, en el desfile de la victoria por las calles de Alsasua.

Mi padre, mi tía Maite y mi abuela Luisa Urtasun Berrosteguieta, que no conocí.

Diez años después, Antonio es enviado a Marruecos para cumplir el servicio militar, que para los rojos puede ser eterno. Luego de 27 meses en la milicia, consigue una licencia para volver a Navarra y rendir los exámenes que le permitan completar sus estudios secundarios. Es la única oportunidad que tendrá. Habla con su hermano y deciden cruzar los Pirineos. Todo su capital lo emplean para sobornar, pagándole copas, al oficial de la Guardia Civil que, borracho, les extiende un salvoconducto para salir del pueblo. La España que queda a sus espaldas solo guarda para ellos un destino de lágrimas. En los pasos nevados de la cordillera, Antonio debe arriar a Fernando para vencer la inercia del cansancio y al fin llegar a Francia. A su condición de rojo, suma ahora la de desertor. Sabe que ya nunca podrá volver. Siguiendo la estela de su padre, embarcan para la Argentina.

No es fácil reencontrarse con su padre, instalado en Río Pico, un pueblito de Chubut, más pequeño que Alsasua. Ejerce como médico sin haber podido revalidar el título. La necesidad no anda fijándose en sellados y pergaminos. Después de tantos años de separación se citan en Constitución, la inmensa estación ferroviaria de Buenos Aires que recibe los trenes del sur del país. Antonio espera fumando en medio de uno de los andenes. Entre el vapor de la locomotora que acaba de llegar, como emergiendo del tiempo, ve avanzar a un envejecido Constantino. A medida que se acerca, la figura del padre va encarnando los contornos, desalojando la materia nebulosa de la memoria, recuperando su lugar de autoridad. Se miran. Por toda bienvenida, Constantino le espeta: “No recuerdo haberte dado autorización para fumar”. 

El sol se pone a popa. El barco sigue el rumbo de las estrellas que empiezan a aparecer por proa. Antonio hace un salto en los recuerdos y pasan en cámara rápida su curso de electricista naval, su casamiento, el nacimiento de sus cuatro hijos varones –el embarazo del primero de ellos se solapa en el calendario con el casamiento–, su trabajo en la Flota Fluvial. Y ahora está aquí, acodado a la baranda de cubierta, en un viaje tan impensado como ansiado a la tierra de sus padres, de sus abuelos, la tierra en la que tuvo que dejar su adolescencia.

Cádiz lo recibe fríamente. El Caudillo vive aún y manda sobre cada sístole y diástole, sobre cada inspiración y expiración del último de los españoles. Pero su España ha empezado a pintarse de moderna. Es que, con la victoria aliada en Europa, la península ha quedado como la última isla del fascismo. Ahora intenta seducir a la gran potencia ganadora, Estados Unidos, para ofrecerse como bastión en la lucha contra el comunismo. Son los días de la guerra fría. Si bien el estado policial se mantiene intacto, ha aflojado algo los modos desembozados de la inmediata posguerra civil para barnizarse de democrático. La tripulación se instala en un hotel cercano a los astilleros. El buque necesita los retoques finales y ellos tienen que familiarizarse con su funcionamiento. Antonio no lo piensa dos veces. Acuerda con sus compañeros unos días de licencia, arma una pequeña maleta y saca en la estación ferroviaria el primer pasaje para Alsasua.

Atraviesa España al sesgo, repitiendo el tajo diagonal que dividió el mapa de la República en los primeros meses de la guerra. No para ahogar en sangre los sueños de libertad, como entonces, sino para hacer coincidir su sangre con su tierra. Viaja desde el extremo sur, donde la península se besa con África, hasta el vértice norte, donde los Pirineos la recuestan contra Francia. Abre la ventanilla cuando el tren entra a Euskadi para llenar sus pulmones de aire vasco. Llega a Alsasua con las últimas luces del día. Lo ha calculado, nunca da para fiarse de los fachas. En la penumbra va tanteando las señales del recuerdo. Allí duerme su pueblo, acostado entre montes, acunado por ríos. Una manchita de tejas rojas en el valle, la última imagen que tuvo al echar a andar con su hermano rumbo a los Pirineos. Cree reconocer una fachada, la curva de una calle, el campanario de piedra de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción. De pronto, cuando llega a la plaza, un hombre avanza hacia él. A pesar de los años conoce esa silueta, con certeza la conoce, pero no puede acordarse el nombre. Dos décadas de dictadura han desarrollado en los españoles, sobre todo en los vencidos, habilidades insospechadas para sobrevivir. Algunos se han hecho golondrinas y emigraron, sin el beneficio de volver para anidar cada verano. Otros devinieron camaleones y adquieren el color del lugar donde se posan, cualquiera menos rojo, color peligroso por demás. Los más astutos pueden volverse invisibles, como el hombre que ya atraviesa la plaza y está cada vez más cerca, que sólo él recuerda como era entonces, pero que para el resto pareciera un ciudadano más. Lo que no puede acordarse, por más que se esfuerce, es su nombre. Solo rememora su apodo, pero tiene pudor en llamarlo así por temor a delatar su traje perfecto de hombre invisible.

Se detiene a pocos pasos, quedan frente a frente. El que ha surgido del pasado se da cuenta enseguida de la tribulación del que ha vuelto del otro lado del mundo. Se sonríe y le tira una soga, un cabo a prueba de naufragios.

—Vamos, Antonio, dime Gasolina nomás. A ti sí te lo permito. Venga un abrazo, hombre, que hay que matar mucha pena.

 

Comentarios:

El Ciudad de Formosa fue el barco más querido para mi. Y es que con él, donde trabajaba mi viejo, solíamos ir a pasar los eneros a Montevideo, A la casa que nos alquilaba mi madrina, María Consuelo Méndez de Méndez y Méndez, en la calle Aconcagua del barrio Malvín, a menos de dos cuadras de la Playa Honda, a cuatro del cine de la playa y a unas seis o siete del Club Malvín de basquet, Me recuerdo en su puente con mi hermano Luis dejando atrás el riachuelo y las luces de Buenos Aires e ingresando en la espesa negrura de la noche con el viento azotándonos la cara, preludio de las épocas más felices de nuestra niñez.

Recuerdo cuando fuimos al puerto a esperar al buque en aquel trayecto inagural (que provenía de Valencia, no de Cádiz, donde quizá haya hecho escala) allá por 1963, cuando tenía diez años, época en que fui por primera vez al viejo Gasómetro. Recuerdo que, siendo un buque construido para surcar las mansas aguas de rio, venía cubierto por chapones hasta la cubierta superior, para que las olas del Atlántico no se escurrieran dentro.

Mi padre se enamoró de Cádiz. Siempre quiso volver a España, pero no a su Alsasua natal (donde follar, decía, no era pecado sino un auténtico milagro) sino a la antiquisima ciudad fundada por los fenicios no queda claro si 1300 o 900 años antes de Cristo. Amaba el flamenco tanto como la bossa nova y se ilusionaba pensando que allí sus últimos años serían más felices. Pobre papá, nunca pudo regresar a España mas que una vez, de paseo, y murió joven en medio de la guerra de las Malvinas, con un hijo preso, dos en el exilio y el cuarto haciendo la colimba en Río Gallegos.

Mi abuelo Constantino, obstetra y aunque vasco, españolista (era amigo de Indalecio Prieto y decía que no vea ninguna contradicción entre ser alsasuarra, navarro, vasco y español) hizo ingentes esfuerzos durante la primera mitad del fatídico año 1936 como vicepresidente a cargo de la presidencia de la Diputaciòn Foral de Navarra para que este antiguo reino afrancesado en el que se encuentra la capital histórica de Euskal Herría, llámese Pamplona o Iruña, se integrara a Euskadi. No lo entendí hasta que una vez en Madrid su hija Josefina, mi tía, me explicó que al abuelo había llegado a la conclusión de que si no se juntaban con los demás vascos, los navarros lo harían con los fascistas, habida cuenta del predominio que tenía entre sus campesinos el carlismo. Y así sucedió, el mismo 18 de julio Navarra cayó en manos de los requetés, muy numerosos en Navarra, donde nacieron, cuyos mandos habían sido instruidos en la Italia fascista. Ese día, mi abuelo, que era el alcalde de Alsasua, se echó al monte junto a otros vecinos, llevando paraguas y enfundado en el tapado de astrakán, acaso el regalo más valioso que le había hecho a su mujer, mi abuela Luisa Urtasun Berrosteguieta. Los sediciosos le pidieron a los huídos que bajaran del monte, prometiéndoles no ejercer represalías. Los pocos que lo hicieron, tres, fueron fusilados poco después.

Mis tías mellizas, ambas docentes, quedan varadas en Santander, donde trabajaban, que permanece en manos del gobierno. Mi abuela, mi tía Maite y mi padre van presos a Pamplona. El hermano menor, Fernando, todavía niño, se esconde y logra permanecer en el pueblo con la tolerancia de los vencedores.

Transcribo lo que acabo de leer en un sitio de memoria de Alsasua (Altasasu en euskera) que recuerda a la abuela Luisa:

«… a los pocos días la guardia civil viene a llevarse a la familia  a Pamplona,  donde realmente lo pasaron mal al estar recluidos y pensar en cualquier momento les podía pasar cualquier cosa.     Toda  su familia ,ella (la abuela Luisa) sus hijas Julitxu, Josefina y Maria Teresa asi como uno de sus hijos, Antonio, son detenidos a excepción de otro de sus hijos, Fernando,  que  se esconde en la huerta y pudo quedarse en  Altsasu. Un testigo presencial nos cuenta como Luisa increpaba a la Guardia civil con gran dignidad  al bajarles por las escaleras y ella resistiendose , diciendoles que les dejaran en su casa … En Iruña (Pamplona) Antonio (a la sazón de 13 años) estuvo a punto de ser fusilado. Tras estar casi un mes toda la familia en (el convento-prisión) Las Ursulinas de Pamplona (Luisa) es trasladada a Santander al existir un intercambio de familias/prisioner@s . El intercambio se realizó en Urretxu, juntándose con Constantino  en Santander.

«Tras la caida de Santander  Constantino puede huir en un barco y dos de sus hijas  Julia y Josefina, en calidad de maestras habían acompañado a Francia a una expedición de niñ@s que (huyendo de los sediciosos) se  dirigían a Suecia, pero, al no poder  llegarse a reunirse con la comisión de dicho país que iba a encargarse de los niñ@s, después de una serie de vicisitudes pasaron a la zona republicana  y pudieron unirse con Constantino en el barco Alsina .

«Luisa tiene que quedarse en el Santander ocupado junto a Maria teresa y Antonio. Lo pasarón fatal, siendo constantes las presiones hacia ella para poder sacarle información del destino de su marido.  En más de una ocasión a ella y a una prima las llevaron a un centro de interrogatorios, aplicándoles corrientes eléctricas para intentar sacarles información. Durante un largo tiempo, incluso con la guerra concluida, no se les permitia venir a Altsasu siendo el fascio altsasuarra el que mas pegas ponia. Pero ella al final cojió a sus hijos y se instalo junto al resto de su familia en su barrio querido de Ameztia donde murió sin poder reunirse jamas con su marido. Destituida, su puesto como telegrafista estuvo vacante, pendiente de la “depuración politico-social.

«Luisa  se enfrentaba mucho al poder, a las fuerzas de ocupación que tanto destrozaron Alsasua. Posteriormente sus hijos fueron a la Argentina, de forma ilegal tras varios intentos. Allí se pudieron juntar todos con Constantino pero con la tristeza de saber que su madre, ya gravemente enferma, estaba a miles de kilometros».

Constantino viajó a la Argentina desde Marsella en el buque Alsina junto a sus dos hijas mayores y mellizas, Julia (Julichu) y Josefina. También viajaban en ese barco el ex presidente Niceto Alcalá Zamora y su hijo Luis. Josefina y Luis se pusieron de novios a bordo (en Buenos Aires tuvieron dos hijos, Luis y Juan Cruz)*. Después de hacer escalas en Casablanca y Dakar, llegan a Buenos Aires el 28 de enero de 1942.

Ya en Buenos Aires, Constantino se encontró con que no existía ningún convenio que le permitiera revalidar su título de médico. No obstante, este requisito no era necesario para ejercer la medicina al sur del paralelo 42º que hace de frontera entre las provincias de Río Negro y Chubut, por lo que consiguió una plaza en el pueblo de Río Pico, en la precordillera chubutense, que quedaba aislado por la nieve durante los largos meses de invierno.

En cuanto a mi padre, hizo la mili (colimba) en Melilla. En algún lado tengo una foto suya con el fez (ese gorro marroquí rojo con un pompon colgante a un lado) y recuerdo que me contó que luego de pagarle varias copas al jefe de la Guardia Civil, Fernando y él lo convencieron de que les extendiera un salvoconducto para llegar hasta la frontera de Francia atravesando los Pirineos con el argumento de que iban a buscar unas bicicletas para ingresarlas de contrabando.

Después de muchas peripecias, y tras un viaje más largo que el de Colón a las Antillas, calculo que mi padre habrá llegado a Buenos recién a fines de los años ’40. A principios de los ’50, acaso en 1951, conoció a mi madre en el Laurak Bat, el principal club vasco de Buenos Aires.

Llegados a este punto, creo haber resuelto el intríngulis de por qué a ese vecino con el cual papá se topó en Alsasua lo llamaban Gasolina. Resulta que la gasolina (nafta) estaba muy racionada en la posguerra por la dictadura franquista, hasta el punto de que los sufridos españoles inventaron una manera de obtener un sucedáneo, el gasoleo, a partir de carbón o leña (ver foto). Por supuesto, también se podía conseguir carísimo combustible en el mercado negro, llamado estraperlo, ya fuera producto de exacciones o del contrabando desde Francia, que a su vez lo extraía en Argelia. Supongo que a esta última actividad se dedicaba el vecino y de allí su apodo, que solo se podía utilizar con complicidad, guiñándole un ojo,  o a sus espaldas, en plan de delación.

Nota:

*Revisando datos para no meter la pata me entero que otro de los hijos del futuro presidente de la república, también llamado Niceto, se había casado en 1934 nada menos que con una hija del general -y marqués- Gonzalo Queipo del Llano, que dos años después sembraría el terror entre los republicanos desde Sevilla… Y pienso en la suerte de estar aqui y no allí. donde cualquiera que recitara lo que yo recitaba con mi padre (me cago en la manzanilla que toma Queipo del Llano, en la madre y el hermano de Franco, y en Franco mismo, me cago en el principismo de Don Carlos de Borbón, me cago en la religión y en la iglesia disoluta, y en los mil hijos de puta que alientan la sedición, entre otras lindezas) podría estar preso con Pablo Hasel.


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Un comentario

  1. A propósito de las fotos de tus antepasados en la República te mando un texto de un gran amigo novelista Navarro que conoce el destino de todos Ellos.
    sí, así es,
    Salinas estaba en el Gobierno Civil de Navarra la tarde del 18 de julio, sábado, del 36, junto al padre de mi amigo Javier García-Larrache, y otros cargos electos. No todos los reunidos lograron salvar la vida. Al teniente coronel de la Guardia Civil Rodríguez-Medel lo asesinaron por la espalda una hora después… Bengaray, fusilado, Cuadra, fusilado, Osacar fusilado, Goñi Urriza exiliado en Valparaiso, Monzón y su hermano (de buena familia), escondidos durante semanas y luego fugados a Francia con vuelta… el enemigo mortal de Santiago Carrillo dentro del PC
    Busca en internet «La Guardia Civil en Navarra (18-07-1936», de Gonzalo Jar, general de la GC y muy buen historiador, al margen de un hombre de bien, yerno del Medel asesinado.. por cierto, la nieta de Medel es una jueza de Madrid muy controvertido: acaba de absolver a la sinvergüenza de la Cifuentes

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